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La Seleccion - Kiera Cass

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No vi la cantidad, pero sus ojos reaccionaron positivamente. Me entristecía la

idea de marcharme, pero estaba segura de que, aunque me echaran al día

siguiente, aquel talón nos proporcionaría suficiente dinero para vivir de un modo

desahogado todo un año. Y cuando volviera, todo el mundo querría oírme cantar.

Tendría mucho trabajo. Pero ¿se me permitiría cantar siendo una Tres? Si tuviera

que escoger una de las profesiones propias de una Tres…, quizá me gustaría ser

profesora. Al menos así podría enseñar música a otros.

El flacucho recogió todos sus papeles y se puso en pie para marcharse. Nos

dio las gracias por nuestro tiempo y por el té. Ya solo tendría que encontrarme

con un funcionario más antes de mi partida, y sería mi asistente personal, la

persona que me ay udaría a prepararme hasta el momento de salir hacia el

aeropuerto. Y luego…, luego estaría sola.

Nuestro invitado me pidió que le acompañara a la puerta, y mamá accedió,

y a que ella quería empezar a preparar la cena. A mí no me gustaba estar a solas

con él, pero solo era un momento.

—Una cosa más —dijo el flacucho, con la mano en el pomo de la puerta—.

Esto no es exactamente una norma, pero haría bien en tenerlo en cuenta: cuando

se le invite a hacer algo con el príncipe Maxon, no se niegue, sea lo que sea.

Cenas, salidas, besos (más que besos), lo que sea. No le diga que no.

—¿Disculpe?

¿El mismo hombre que me había hecho firmar para certificar mi pureza

estaba sugiriéndome que dejara que Maxon me la arrebatara si lo deseaba?

—Sé que suena… indecoroso. Pero no le conviene rechazar al príncipe bajo

ninguna circunstancia. Buenas noches, señorita Singer.

Me sentí asqueada. La ley, la ley de Illéa, dictaba que había que esperar hasta

el matrimonio. Era un modo efectivo de controlar las enfermedades, y ayudaba

a mantener el sistema de castas. Los ilegítimos acababan en la calle, convertidos

en Ochos; si te descubrían, fuera porque alguien se chivara o por el propio

embarazo, te condenaban a la cárcel. Solo con que alguien sospechara, podías

pasarte unas noches en el calabozo. Sí, aquello había limitado mi intimidad con la

persona a la que amaba, y no me había resultado fácil. Pero ahora que Aspen y

y o habíamos roto, estaba contenta de haberme visto obligada a reservarme.

Estaba furiosa. ¿Acaso no me habían hecho firmar una declaración

aceptando que se me castigaría si infringía la ley de Illéa? Yo no estaba por

encima de la ley ; eso es lo que había dicho aquel hombre. Pero aparentemente el

príncipe sí. Me sentía sucia, más inmunda que una Ocho.

—America, cariño, es para ti —anunció mamá, con voz alegre.

Yo y a había oído el timbre de la puerta, pero no tenía ninguna prisa por

responder. Si era otra persona pidiendo un autógrafo, no podría soportarlo.

Recorrí el pasillo y giré la esquina. Y allí estaba Aspen, con un ramo de flores

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