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le trajera algo o que se apartara de su vista.
—No te lo puedes ni imaginar —murmuré, y ambas soltamos unas risitas
nerviosas—. Oy e, en mi opinión, tienes un cabello precioso —y lo era, ni
demasiado oscuro ni demasiado claro, y con mucho cuerpo.
—Gracias.
—Si no quieres teñírtelo, no deberías hacerlo.
Sosie sonrió, pero noté que no estaba completamente segura de si se lo decía
como amiga o para dejarla en desventaja. Antes de que pudiera responder, un
montón de gente nos rodeó y se puso a trabajar, hablando entre ellos tan alto que
no pudimos acabar nuestra conversación.
Me lavaron el cabello con champú, acondicionador, hidratante y suavizante.
Yo lo llevaba largo e igualado —solía cortármelo mi madre, y no sabía hacer
más—, pero, cuando acabaron conmigo, lo tenía bastante más corto y escalado.
Me gustó; hacía que se crearan interesantes reflejos con la luz. A algunas chicas
les hicieron una cosa que llamaban « mechas» ; a otras, como Sosie, les
cambiaron el color del pelo completamente. Pero mis peluqueros y y o
estábamos de acuerdo en que no había que tocar el color del mío.
Una chica muy guapa me maquilló. Le dije que no se pasara, y se mostró
muy amable. Muchas otras de las chicas parecían mayores o más jóvenes, o
simplemente más guapas, tras el maquillaje. Yo seguía siendo yo. Por supuesto,
Celeste también seguía siendo ella misma, ya que insistió en que le dieran una
buena capa de pintura.
Había pasado la mayor parte del proceso vestida con una bata, y cuando
acabaron de arreglarme me llevaron hacia donde estaban los colgadores con
ropa. Mi nombre estaba sobre una barra en la que habría vestidos para toda la
semana. Supuse que las aspirantes a princesa no llevaban pantalones.
El vestido que acabó tocándome era de color crema. Me dejaba los hombros
al descubierto, se ajustaba perfectamente en la cintura y acababa justo a la
altura de las rodillas. La chica que me ayudó a ponérmelo lo llamó « vestido de
día» . Me dijo que todos mis vestidos de noche ya estaban en mi habitación, y
que ya llevarían el resto. Luego me puso un broche plateado en la parte alta del
vestido. Llevaba mi nombre en letras brillantes. Por fin me colocó unos zapatos
con « tacones chupete» , como los llamó ella, y me envió de nuevo al rincón para
que pudieran hacerme la fotografía del « después» . De allí me mandaron a la
primera de una serie de cuatro pequeñas estaciones que había junto a la pared.
En cada una había una silla frente a un falso fondo; enfrente, una cámara sobre
su trípode.
Tomé asiento, como me indicaron, y esperé. Una mujer con una carpeta en
la mano se sentó a mi lado y me dijo que esperara un momento a que encontrara
mis papeles.
—¿Para qué es esto? —pregunté.