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Y ahí estábamos nosotras, en fila, ataviadas con vestidos idénticos, de color
crema, con mangas cortas sobre los hombros y cintura baja, con una gran banda
roja sobre el hombro, tomándonos fotos con Maxon. Las fotos se imprimirían en
la misma revista, y el personal de la publicación haría su elección. Todo aquello
me resultaba incómodo. Era justo lo que me había molestado más desde el
principio, que Maxon no buscara más que una cara bonita. Ahora que lo conocía
estaba segura de que no era el caso, pero me daba rabia que hubiera gente que
pensara que él era así.
Suspiré. Algunas de las chicas caminaban arriba y abajo, picoteando algún
tentempié y charlando, pero la mayoría de nosotras esperábamos de pie por el
perímetro del estudio montado en el Gran Salón. Una enorme cortina dorada —
que me recordaba las telas que usaba papá para proteger el suelo cuando pintaba
— colgaba de una pared y se extendía por el suelo. En un lado había un pequeño
sofá; en el otro, una columna. Y en el centro se veía el escudo de Illéa, que le
daba a todo el tinglado un aire patriótico. Nosotras íbamos mirando cómo
pasaban las seleccionadas para que las fotografiaran, y entre las que esperaban
se oían susurros de lo que les gustaba o lo que no, o de sus planes personales.
Celeste se acercó a Maxon con un brillo en los ojos, y él le sonrió. En el
momento en que llegó a su altura, situó sus labios junto al oído de él y le susurró
algo. No sé qué sería, pero Maxon echó la cabeza atrás, soltó una carcajada y
asintió, aceptando así su pequeño secreto. Resultaba raro verlos así. ¿Cómo podía
ser que alguien que se llevaba tan bien conmigo se llevara bien también con
alguien como ella?
—Muy bien, señorita, gírese hacia la cámara y sonría, por favor —dijo el
fotógrafo.
Celeste obedeció al instante.
Se volvió hacia Maxon y apoy ó una mano en su pecho, inclinó la cabeza un
poco y mostró una sonrisa bien ensayada. Parecía saber cómo sacar el máximo
partido a las luces y al set, e iba variando la posición de Maxon unos centímetros
aquí y allá, o insistía en que cambiaran de pose. Mientras otras se tomaban su
tiempo e intentaban simplemente alargar el momento, para estar más con Maxon
—en particular las que aún no habían quedado con él en privado—, Celeste
parecía querer demostrar su dominio de la situación.
Cuando acabó, el fotógrafo llamó a la siguiente. Yo estaba tan absorta viendo
cómo Celeste recorría el brazo de Maxon con la punta de los dedos al marcharse
que una de las doncellas tuvo que recordarme que era mi turno.
Sacudí un poco la cabeza y me centré en la tarea que tenía por delante.
Recogí el vestido con las manos y me acerqué a Maxon. Apartó la mirada de
Celeste y me miró, y, quizá fueron imaginaciones mías, pero me pareció que se
le iluminaba un poco la cara.
—Hola, querida —dijo, con voz cantarina.