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Maxon se lo pensó, como si dudara de si debía contármelo. Miró alrededor
para ver si alguien podía oírnos. Yo también miré, y vi que había varias personas
que nos observaban. En particular, Celeste parecía querer fundirme con la
mirada. No mantuve el contacto visual con ella mucho rato. Aun así, pese a todas
las mironas, no había nadie lo suficientemente cerca como para oírnos. Cuando
Maxon llegó a la misma conclusión, se acercó y me susurró al oído:
—Sus ataques son mucho más… letales.
—¿Letales? —Me estremecí.
Él asintió.
—Solo vienen una o dos veces al año, por lo que parece. Creo que todos
intentan esconderme las estadísticas, pero no soy tonto. Cuando vienen, muere
gente. El problema es que a nosotros ambos grupos nos parecen iguales (son tipos
desaliñados; la may oría, hombres, delgados pero fuertes, y sin emblemas
reconocibles), así que no sabemos a qué nos enfrentamos hasta que ha acabado.
Recorrí la sala con la mirada. Si Maxon se equivocaba y resultaba que eran
sureños, había mucha gente en peligro. Pensé de nuevo en mis pobres doncellas.
—Pero sigo sin entenderlo. ¿Qué es lo que quieren?
Maxon se encogió de hombros.
—Parece que los sureños quieren acabar con nosotros. No sé por qué, pero
supongo que porque están hartos de vivir al margen de la sociedad.
Técnicamente ni siquiera son Ochos, y a que no participan del tejido social. Pero
los norteños son un misterio. Padre dice que solo quieren molestarnos, alterar
nuestra labor de gobierno, pero yo no lo creo —dijo, adoptando un aspecto muy
digno por un momento—. Sobre eso también tengo otra teoría.
—¿Y me la vas a contar?
Maxon vaciló de nuevo. Supuse que esa vez no se trataba tanto del miedo a
asustarme, sino de que se temía que no me lo tomara en serio.
Se me acercó de nuevo y me susurró:
—Creo que están buscando algo.
—¿El qué?
—Eso no lo sé. Pero cada vez que vienen los norteños, siempre es lo mismo:
los guardias están fuera de combate, heridos o atados, pero nunca los matan. Es
como si no quisieran que los siguieran. Aunque suelen llevarse algún rehén, y eso
nos crea muchos problemas. Y luego, las habitaciones (bueno, las habitaciones a
las que llegan) están patas arriba: todos los cajones sacados, los estantes
revueltos, la alfombra del revés… Rompen muchas cosas. No te creerías la de
cámaras que he perdido a lo largo de los años.
—¿Cámaras?
—Sí, bueno —repuso, tímidamente—. Me gusta la fotografía. A pesar de todo,
nunca acaban llevándose gran cosa. Padre piensa que mi idea es una tontería, por
supuesto. ¿Qué podrían andar buscando un puñado de bárbaros analfabetos? Aun