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Asintieron, esperanzadas.
—Entonces os ordeno a las tres que os vayáis a la cama. Y que vengáis a
ay udarme por la mañana. Por favor.
Anne sonrió. Estaba claro que empezaba a entenderme.
—Sí, Lady Singer. Hasta mañana.
Hicieron una reverencia y abandonaron la habitación. Anne me echó una
última mirada. Supongo que no era exactamente lo que se esperaban, pero no
parecían muy molestas.
Una vez sola, me quité las elegantes zapatillas y estiré los dedos de los pies. Ir
descalza me daba una sensación agradable, natural. Me dispuse a sacar mis cosas
de la bolsa, lo cual no llevó mucho tiempo. Al mismo tiempo eché un vistazo a los
vestidos. Solo había unos cuantos, pero bastarían para vestirme durante una
semana más o menos. Supuse que las demás tendrían la misma cantidad. ¿Por
qué habrían confeccionado una docena de vestidos para una chica que quizá se
marchara al día siguiente?
Saqué las pocas fotografías que tenía de mi familia y las prendí del borde de
mi espejo, que era altísimo y enorme. Así podría ver las fotos sin tener que
apartar la vista de mí misma. Tenía una cajita de abalorios personales —
pendientes, cintas y diademas que me encantaban—. Es probable que en aquel
entorno quedaran increíblemente sencillos, pero eran tan personales que no había
podido evitar traérmelos. Los pocos libros que había traído encontraron su
espacio en el práctico estante que había junto a las puertas que daban a mi balcón
privado.
Asomé la nariz al balcón y vi el jardín. Había un laberinto de senderos con
fuentes y bancos. Por todas partes se veían flores, y cada seto estaba podado a la
perfección. Tras aquel recinto cuidado hasta el mínimo detalle se abría un
pequeño campo abierto y, más allá, un bosque enorme que se extendía hasta tan
lejos que no podía saber siquiera si quedaba completamente rodeado por los
muros del palacio. Por un momento me pregunté los motivos de su existencia,
pero luego fijé la atención en el último recuerdo de casa, que aún llevaba en la
mano.
Mi frasquito con el céntimo. Lo hice rodar por la mano unas cuantas veces,
escuchando cómo la moneda se deslizaba por los bordes del cristal. ¿Por qué me
habría llevado aquello? ¿Para recordarme algo que no podría tener nunca?
Aquel pensamiento fugaz —el de que aquel amor que había ido construyendo
durante años en un lugar tranquilo y secreto estaba ahora fuera de mi alcance—
me llenó los ojos de lágrimas. Aquello, sumado a toda la tensión y la excitación
del día, era demasiado. No sabía dónde guardar aquel frasco, así que de
momento lo dejé sobre la mesilla de noche.
Atenué las luces, me eché sobre las lujosas sábanas y me quedé mirando mi
frasquito. Me permití estar triste. Me permití pensar en « él» .