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Miré al espejo. Seguía siendo y o. Era la versión más bonita de mí misma que
había visto nunca, pero reconocía aquella cara. Desde que habían seleccionado
mi nombre, mi gran temor era convertirme en una persona irreconocible —
cubierta en capas de maquillaje y tan cargada de joyas que tuviera que escarbar
durante semanas para encontrarme de nuevo—. Pero de momento seguía siendo
America.
Y, como era habitual en mí, me encontré cubierta de una pátina de sudor en
el momento en que me dirigía a la sala donde grababan los mensajes de palacio.
Nos dijeron que llegáramos diez minutos antes de la hora. En mi caso, diez
minutos significaban más bien quince. En el caso de Celeste, más bien
significaban tres. Así que el grupo fue llegando a trompicones.
Había un enjambre de personas revoloteando a nuestro alrededor, dando los
últimos toques al plató —en el que habían instalado unas gradas con asientos para
las seleccionadas—. Los presentadores, que reconocía de haber visto el Report
durante años, estaban ahí, ley endo sus guiones y ajustándose las corbatas.
Algunas de las seleccionadas se examinaban en los espejos y se alisaban sus
vistosos vestidos con la mano. La actividad era frenética.
Me giré y pillé a Maxon en un momento íntimo. Su madre, la bella reina
Amberly, le estaba colocando unos cabellos rebeldes en su sitio. Él se alisó la
chaqueta y le dijo algo. Ella asintió y Maxon sonrió. Habría seguido mirándolos
un rato, pero apareció Silvia y, con su habitual dinamismo, me llevó a mi sitio.
—Suba a la fila superior, Lady America —me ordenó—. Puede sentarse
donde quiera. Es que la may oría de las chicas han solicitado la fila de delante —
me lo dijo con voz apenada, como si me estuviera dando una mala noticia.
—Oh, gracias —respondí, y me fui tan contenta a sentarme en la fila de
atrás.
No me hacía gracia la idea de subir aquellos escalones tan pequeños con un
vestido tan ajustado y aquellos zapatos de tiras. (¿De verdad eran necesarios?
¡Nadie iba a verme los pies!). Pero lo conseguí. Vi entrar a Marlee, que me
sonrió y me saludó, y se vino a sentar a mi lado. Para mí significaba mucho que
hubiera escogido un lugar a mi lado en lugar de situarse en la segunda fila. Era
una amiga fiel. Sería una gran reina.
Su vestido era de un amarillo intenso. Con su cabello rubio y su piel
suavemente bronceada, parecía irradiar luz.
—Marlee, me encanta tu vestido. ¡Estás fantástica!
—Oh, gracias —se ruborizó un poco—. Tenía miedo de que fuera algo
excesivo.
—¡En absoluto! Créeme, te queda perfecto.
—Quería hablar contigo, pero habías desaparecido. ¿Crees que podríamos
hablar mañana? —me preguntó, en un susurro.
—Claro. En la Sala de las Mujeres, ¿verdad? Es sábado —respondí usando el