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La Seleccion - Kiera Cass

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creo que me han timado. ¡No me puedo creer que no llorara! Pero sí, es una

artista. Yo… la adoro.

Maxon me escrutó el rostro. Hablar de May me había ablandado un poco.

Maxon me caía bien, pero no sabía hasta qué punto quería que penetrara en mi

vida.

—Y luego está Gerad. Es el niño de la casa; tiene siete años. Aún no tiene

muy claro si le gusta más el arte o la música. Lo que le encanta es jugar a la

pelota y estudiar bichos, lo cual está muy bien, salvo que así no se ganará la vida.

Estamos intentando que experimente más. Bueno, y y a estamos todos.

—¿Y tus padres?

—¿Y « tus» padres?

—Ya conoces a mis padres.

—No, no los conozco. Conozco su imagen pública. ¿Cómo son en realidad? —

pregunté, tirándole del brazo, aunque me costó un poco. Maxon tenía unos brazos

enormes. Incluso bajo las capas de tela de su traje, sentía la presencia de unos

músculos fuertes y firmes.

Suspiró, pero estaba claro que no le exasperaba lo más mínimo. Daba la

impresión de que le gustaba tener a alguien incordiándole. Debía de ser duro

haberse criado en aquel lugar como hijo único.

Empezó a pensar en lo que iba a decir cuando saliéramos al jardín. Todos los

guardias lucían una sonrisa pícara a nuestro paso. Y más allá nos esperaba un

equipo de televisión. Por supuesto, querían estar presentes en la primera cita del

príncipe. Maxon les hizo que no con la cabeza, y ellos se retiraron de inmediato.

Oí que alguien protestaba. No me apetecía nada que las cámaras me siguieran a

todas partes, pero me parecía raro que se las quitara de encima.

—¿Estás bien? Pareces tensa —observó Maxon.

—A ti te descoloca ver llorar a una mujer; a mí me descoloca salir a pasear

con un príncipe —respondí, encogiéndome de hombros.

Maxon se rio discretamente, pero no dijo nada más. A medida que

avanzábamos hacia el oeste, el sol iba quedando tapado por el enorme bosque de

palacio, aunque aún faltaba mucho para que anocheciera. La sombra nos engulló

y quedamos ocultos por la oscuridad. Aquello es lo que habría deseado la otra

noche, cuando buscaba alejarme de todo. Allí sí que daba la impresión de que

estábamos solos. Seguimos caminando, alejándonos del palacio y de la atención

de los guardias.

—¿Qué es lo que te resulta tan confuso de mí?

Vacilé, pero le dije lo que sentía.

—Tu carácter. Tus intenciones. No estoy segura de qué debo esperar de este

paseo.

—Ah —se detuvo y se me puso delante. Estábamos muy cerca el uno del

otro, y, a pesar del cálido aire estival, sentí un escalofrío en la espalda—. Creo

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