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La Seleccion - Kiera Cass

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Capítulo 8

Era la primera vez que iba al aeropuerto, y estaba aterrada. La mareante

emoción del encuentro con la multitud había quedado atrás, y ahora me

enfrentaba a la terrible experiencia de volar. Viajaría con otras tres chicas

seleccionadas, así que intenté controlar los nervios. No quería sufrir un ataque de

pánico delante de ellas.

Ya había memorizado los nombres, las caras y las castas de todas las

seleccionadas. Empecé a hacerlo como ejercicio terapéutico, como rutina para

calmarme. Había puesto en práctica esa técnica otras veces, memorizando

escalas y curiosidades. Al principio buscaba rostros amables, chicas con las que

pudiera compartir el tiempo mientras estuviera allí. Nunca había tenido una

amiga de verdad. Me había pasado la mayor parte de la infancia jugando con

Kenna y Kota.

Mamá se había encargado de mi educación, y era la única persona con la

que trabajaba. Y al irse mis hermanos may ores, y o me había dedicado a May y

a Gerad. Y a Aspen…

Pero Aspen y yo nunca habíamos sido solo amigos. Desde el momento en

que fui consciente de su presencia, me enamoré de él.

Ahora iba por ahí cogiendo a otra chica de la mano.

Gracias a Dios que estaba sola. No habría podido soportar llorar delante de las

otras chicas. Me dolía. Muchísimo. Y no había nada que pudiera hacer.

¿Cómo me había metido en aquello? Un mes atrás me sentía segura de todo lo

que pasaba en mi vida, y ahora no quedaba nada familiar en ella. Un nuevo

hogar, una nueva casta, una nueva vida. Y todo por un estúpido papel y una foto.

Tenía ganas de sentarme a llorar por todo lo que había perdido.

Me pregunté si alguna de las otras chicas estaría triste en aquel momento.

Supuse que todas se sentirían pletóricas. Y al menos tenía que disimular y fingir

que y o también lo estaba, porque todo el mundo me estaría mirando.

Hice acopio de valor para enfrentarme con todo lo que se me venía encima.

Afrontaría todo lo que se pusiera en mi camino. Y en cuanto a todo lo que dejaba

atrás, decidí que haría exactamente eso: dejarlo atrás. El palacio sería mi

santuario. No volvería a pensar ni a pronunciar su nombre. No tenía derecho a

acompañarme en aquel viaje: aquella sería mi propia norma para aquella

pequeña aventura.

Se acabó.

Adiós, Aspen.

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