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aquella frase de papá, que dejaba claro que nada de todo aquello importaba.
Si después de aprovecharse de mí me descartaban y tenía que volver a casa,
él seguiría estando orgulloso de mí.
Tanto amor era difícil de sobrellevar. En palacio estaría rodeada de un
ejército de guardias, pero no podía imaginar un lugar más seguro que los brazos
de mi padre. Me separé de él y me giré para abrazar a mamá.
—Haz todo lo que te digan. Intenta no protestar y sé feliz. Pórtate bien. Sonríe.
Mantennos informados. ¡Hija mía! Sabía que acabarías demostrándonos que eres
especial.
Lo dijo como un halago, pero no era eso lo que necesitaba oír. Me habría
gustado que me hubiera dicho que para ella ya era especial, como lo era para mi
padre. Pero supuse que ella nunca dejaría de desear algo más para mí, algo más
de mí. Quizá fuera algo típico de las madres.
—Lady America, ¿está lista? —preguntó Mitsy.
Yo estaba de espaldas a la multitud, y enseguida me limpié las lágrimas.
—Sí, estoy lista.
Mi bolsa esperaba en el reluciente coche blanco. Ya estaba. Eché a caminar
hacia las escaleras al borde de la tarima.
—¡Mer!
Me giré. Habría reconocido aquella voz en cualquier parte.
—¡America!
Miré y vi a Aspen agitando los brazos. Iba apartando a la multitud. La gente
protestaba ante sus empujones, no demasiado considerados.
Nuestros ojos se encontraron.
Se detuvo y se me quedó mirando. No pude leerle el rostro. ¿Preocupación?
¿Arrepentimiento? Fuera lo que fuera, era demasiado tarde. Negué con la
cabeza. Ya tenía bastante de los juegos de Aspen.
—Por aquí, Lady America —me indicó Mitsy, al pie de las escaleras.
Me detuve un segundo para asimilar que me iban a llamar así a partir de
entonces.
—Adiós, cariño —dijo mi madre.
Y se me llevaron de allí.