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mi bonita bata verde tirada por el suelo y la cabeza apoy ada sobre los brazos, en
el asiento.
No tenía fuerzas ni para llorar, así que las lágrimas que brotaron lo hicieron
en silencio. Aun así, me hicieron reaccionar. ¿Cómo había llegado hasta allí?
¿Cómo había permitido que sucediera aquello? ¿Qué sería de mí en aquel lugar?
¿Podría volver algún día a la vida que tenía antes? No lo sabía. Y nada de aquello
dependía de mí ni en lo más mínimo.
Estaba tan absorta en mis pensamientos que no me di cuenta de que no me
encontraba sola hasta que el príncipe Maxon habló.
—¿Estás bien, querida?
—Yo no soy « tu querida» —dije, mirándole fijamente. Mi mirada de asco
no dejaba lugar a dudas.
—¿Qué he hecho para ofenderte? ¿No te he dado todo lo que has pedido? —
preguntó, realmente confundido por mi respuesta. Supongo que esperaba que
todas le adoráramos y diéramos gracias por su existencia.
Le miré sin ningún miedo, aunque estoy segura de que el efecto quedó algo
matizado por mis mejillas surcadas de lágrimas.
—Deja de llorar, querida. ¿Quieres? —preguntó, aparentemente preocupado.
—¡No me llames eso! No me quieres más de lo que puedes querer a las otras
treinta y cuatro extrañas que tienes aquí, encerradas en tu jaula.
Se acercó más. No parecía en absoluto ofendido por mi verborrea
descontrolada. Al parecer solo estaba… meditando. Tenía una expresión
interesante en la cara.
Caminaba con gran elegancia para ser un chico, y se le veía
sorprendentemente cómodo mientras me rodeaba. Mi demostración de coraje se
vino un poco abajo ante lo extraño de la situación. Él iba vestido con un elegante
traje, perfecto, y y o estaba encogida y medio desnuda. Y si su rango no era
suficiente amenaza, su actitud sí lo era. Debía de tener una gran experiencia en el
trato con gente infeliz; su respuesta fue excepcionalmente serena.
—Ese planteamiento es injusto. Todas sois importantes para mí. Solo se trata
de dirimir a cuál podré llegar a querer más.
—¿De verdad has dicho « dirimir» ?
Chasqueó la lengua.
—Me temo que sí. Perdóname. Es producto de mi educación.
—Educación —murmuré, levantando los ojos al cielo—. Ridículo.
—¿Disculpa?
—¡Es ridículo! —grité, recuperando de nuevo el valor.
—¿Qué es lo que es ridículo?
—¡Este concurso! ¡Todo este asunto! ¿Es que nunca has querido a nadie? ¿Así
es como quieres escoger esposa? ¿De verdad eres tan superficial? —Solté,
girándome un poco hacia él.