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No me parecía que hubiera nada que pudiera dar mala espina en aquellas
palabras, pero quizá me equivocara. Me imaginaba a May leyendo la carta una
y otra vez en busca de detalles ocultos entre líneas sobre mi vida. Me pregunté si
la leería antes de probar las tartaletas.
P. S. May, ¿no se te saltan las lágrimas de lo buenas que están estas
tartaletas?
Listo. No podía hacer nada más.
Aparentemente, aquello no bastó. Un may ordomo llamó a mi puerta aquella
tarde para entregarme una carta de mi familia y darme una noticia:
—No lloró, señorita. Dijo que estaban tan buenas que podría haber llorado
(como usted sugirió), pero lo cierto es que no lo hizo. Su alteza vendrá a buscarla
a su habitación mañana sobre las cinco. Por favor, esté lista.
No lamentaba mucho haber perdido, aunque lo cierto es que me habría
gustado poder llevar pantalones. Por lo menos, a falta de pantalones, tenía cartas.
Me di cuenta de que en realidad era la primera vez que me separaba de mi
familia más de unas horas. No teníamos dinero suficiente para hacer viajes, y
como no tuve amigos durante la infancia, nunca había pasado la noche en su
casa. Ojalá pudiera recibir cartas a diario. Supuse que se podría hacer, pero
debía de ser carísimo.
Leí primero la de papá: no paraba de decirme lo guapa que estaba en
televisión y lo orgulloso que se sentía de mí. Me decía que no debía de haber
enviado tres cajas de tartaletas, que May iba a volverse una consentida. ¡Tres
cajas! ¡Por Dios!
También decía que Aspen había estado en casa ay udándole con el papeleo,
así que le había dado una caja para que se la llevara a su casa. No sabía cómo
sentirme al respecto. Por una parte, me alegraba de que pudieran comer algo tan
exquisito. Por otra, me lo imaginaba dándoselas a probar a su nueva novia. A
alguien a quien pudiera mimar. Me pregunté si tendría celos de Maxon por el
regalo, o si estaba encantado de haberse librado de mí.
Me quedé dándole vueltas a aquellas líneas más de lo que me habría gustado.
Papá se despedía diciendo que estaba contento de que hubiera hecho una
amiga, que era algo que siempre me había costado. Doblé la carta y pasé un
dedo por encima de su firma, en el exterior. Nunca había caído en lo curiosa que
era.
La carta de Gerad era breve y concisa: me echaba de menos, me quería y
me pedía que, por favor, le enviara más comida. Hizo que se me escapara la