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La Seleccion - Kiera Cass

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Se encogió de hombros.

—En realidad no había pensado tanto. Estaba planteándome rogarte que te

quedaras. Estaba dispuesto a ponerme en evidencia si con eso conseguía que no

te subieras a aquel coche. Pero tú parecías tan enfadada…, y ahora entiendo por

qué —suspiró—. No podía hacerlo. Además, quizás esto te hiciera feliz —miró

alrededor, a la habitación, con todas esas cosas bonitas que, aunque fuera

temporalmente, podía considerar mías, y entendí lo que quería decir—. Luego

pensé que podría conquistarte cuando volvieras a casa —prosiguió, pero de

pronto su voz se tiñó de preocupación—. Estaba seguro de que querrías salir de

aquí y volver a casa lo antes posible. Pero… no lo hiciste.

Hizo una pausa para mirarme, pero afortunadamente no preguntó por la

relación que había entre Maxon y y o. En parte y a lo había visto, pero no sabía

que nos habíamos besado, ni que teníamos señales secretas, y yo no quería

explicarle todo aquello.

—Luego llegó el sorteo de los reclutas, y pensé que sería injusto plantearse

siquiera escribirte. Podía morir en el campo de batalla. No quería intentar que

volvieras a quererme para luego…

—¿Volver a quererte? —pregunté, incrédula—. Aspen, nunca he dejado de

quererte.

Con un movimiento decidido pero delicado, se echó adelante para besarme.

Me puso la mano en la mejilla, acercándome a él, y volví a sentir lo mismo que

en los dos últimos dos años. Daba gracias a Dios de que no se hubieran perdido en

la nada.

—Lo siento muchísimo —murmuró, entre besos—. Lo siento, Mer.

Se apartó para mirarme, insinuando una sonrisa en medio de aquel rostro

perfecto, y con una mirada que parecía preguntarme exactamente lo mismo que

me planteaba y o: ¿y ahora qué?

Justo en aquel momento se abrió la puerta y, horrorizada, vi la expresión de

asombro de mis doncellas al ver a Aspen tan cerca de mí.

—¡Gracias a Dios que han vuelto! —les dijo él, mientras me apretaba la

mano con más fuerza contra la mejilla, y luego me la ponía en la frente—. No

creo que tenga fiebre, señorita.

—¿Qué pasa? —preguntó Anne, corriendo a mi lado con cara de

preocupación.

Aspen se puso en pie.

—Decía que se encontraba mal, algo de la cabeza.

—¿Ha empeorado su dolor de cabeza, señorita? —preguntó Mary—. ¡Está

palidísima!

Seguro que sí. No tenía duda de que cada gota de mi sangre había

abandonado mi cara en el momento en que nos habían pillado juntos. Pero Aspen

había sabido mantener la calma y lo había arreglado en una fracción de segundo.

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