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La Seleccion - Kiera Cass

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—Vay a por Dios. La niña tiene personalidad —me regañó, como si fuera una

cría.

—¿No la tenemos todos?

El hombre me sonrió.

—Bueno, está bien. No te cambiaremos la imagen; solo la potenciaremos.

Necesito pulirte un poco, pero quizás esa aversión que tienes hacia todo lo postizo

sea tu mayor activo. No pierdas eso, cariño —me dio una palmadita en la

espalda y se alejó, dando instrucciones a un grupo de mujeres que me rodearon

en un momento.

No me había dado cuenta de que cuando decía « pulir» lo decía de un modo

literal. Me encontré con que aquellas mujeres me frotaban el cuerpo porque, al

parecer, no debían de confiar en que supiera lavarme sola. Luego cubrieron cada

pedacito de piel que quedaba a la vista con lociones y aceites que me dejaron un

olor a vainilla, que, según la chica que me las aplicaba, era uno de los olores

favoritos de Maxon.

Cuando acabaron de dejarme tersa y suave, pasaron a fijar su atención en las

uñas. Me las cortaron, me las limaron y las pequeñas durezas de la piel quedaron

suavizadas milagrosamente. Les dije que prefería que no me pintaran las uñas,

pero se quedaron tan decepcionadas que tuve que consentir en que me hicieran

las de los pies. La que se encargó escogió un agradable tono neutro, así que

tampoco fue tan grave.

El equipo de manicuras se fue y llegó otra chica. Yo me quedé allí, sentada

en mi silla, esperando la siguiente ronda de embellecimiento. Una cámara pasó a

mi lado e hizo un primer plano de mis manos.

—No te muevas —ordenó una mujer, que se fijó en mi mano—. ¿No te han

puesto nada en las manos?

—No.

Suspiró, tomó el plano que buscaba y pasó de largo.

Yo también lancé un profundo suspiro. De refilón vi un movimiento repetitivo

a mi derecha. Me giré y me topé con una chica con la mirada perdida y que

agitaba la pierna arriba y abajo bajo una gran capa de peluquero.

—¿Estás bien?

Mi voz la despertó de su trance. Suspiró.

—Quieren teñirme de rubio. Dicen que quedará mejor con mi tono de piel.

Estoy algo inquieta, supongo.

Esbozó una sonrisa nerviosa, y y o se la devolví.

—Eres Sosie, ¿verdad?

—Sí —dijo, sonriendo más abiertamente—. Y tú, America, ¿no? —asentí—.

He oído que has llegado con esa tal Celeste. ¡Es terrible!

Puse la mirada en el cielo. Desde que habíamos llegado, cada pocos minutos

todos los presentes en la sala podían oír a Celeste gritándole a alguna sirvienta que

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