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La Seleccion - Kiera Cass

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que lleguen. ¡Por favor!

Sabía que si las encontraban podían resultar heridas, en el mejor de los casos;

en el peor, podían morir. No podía soportar la idea de que les pasara algo. A lo

mejor me estaba sobrevalorando, pero si Maxon se había apartado de lo

estipulado para hacer todo lo que había hecho hasta ahora, quizá le preocuparan

mis doncellas, teniendo en cuenta lo importantes que eran para mí. Aunque

estuviéramos peleados. Quizás aquello era contar con demasiada generosidad por

su parte, pero no iba a dejarlas allí. El miedo me hizo actuar más rápido. Agarré

a Anne del brazo y la empujé. Ella avanzó trastabillando, y no pudo detenerme

mientras agarraba a Mary y Lucy.

—¡Moveos! —les ordené.

Echaron a caminar, pero Anne no dejaba de protestar.

—¡No nos dejarán entrar, señorita! Ese lugar es solo para la familia… ¡Nos

echarán en cuanto lleguemos!

Pero a mí no me importaba lo que dijera. Fuera como fuera el refugio,

seguro que no había ningún lugar más seguro que el elegido para esconder a la

familia real.

La escalera estaba iluminada cada pocos metros, pero, aun así, estuve a punto

de caerme varias veces con las prisas. La preocupación no me dejaba pensar

con claridad. ¿Hasta dónde habían conseguido penetrar los rebeldes

anteriormente? ¿Sabían que existían esos pasadizos? Lucy estaba medio

paralizada, y tuve que tirar de ella para que no se rezagara.

No sé cuánto tiempo tardamos en llegar abajo, pero por fin el estrecho pasaje

se abrió, dando paso a una gruta artificial. Vi otras escaleras y otras chicas, todas

ellas corriendo hacia lo que parecía una puerta de medio metro de grosor.

Corrimos hacia el refugio.

—Gracias por traer a la joven. Ya pueden marcharse —les dijo un guardia a

mis doncellas.

—¡No! Vienen conmigo. Se quedan —exclamé, con voz autoritaria.

—Señorita, tienen sus propios lugares donde resguardarse —respondió él.

—Muy bien. Si ellas no entran, yo tampoco. Estoy segura de que al príncipe

Maxon le gustará saber que mi ausencia se debe a usted. Vámonos, señoritas —

dije, tirando de las manos de Mary y Lucy.

Anne estaba paralizada de la sorpresa.

—¡Espere! ¡Espere! Está bien, entre. Pero si alguien tiene alguna objeción,

será responsabilidad suy a.

—No hay problema —repuse.

Di media vuelta con las chicas de la mano y entré en el refugio con la cabeza

bien alta.

En el interior había un gran alboroto. Algunas chicas estaban reunidas en

grupitos, llorando. Otras rezaban. Vi al rey y a la reina sentados, solos, rodeados

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