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La Seleccion - Kiera Cass

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ha visto nada de eso. Esta noche él verá lo mismo que toda Illéa. Será mañana

cuando os presentaréis ante él oficialmente.

» Todas cenaréis en grupo, para que podáis ir conociéndoos, ¡y mañana

empieza el juego!

Tragué saliva. Demasiadas normas, demasiada estructura, demasiada gente.

Me habría gustado estar sola con un violín.

Fuimos recorriendo la segunda planta, dejando a cada una de las

seleccionadas en su habitación por el camino. La mía estaba en un rincón, junto a

un pequeño pasillo, con la de Bariel, la de Tiny y la de Jenna. Agradecí que no

estuviera en pleno meollo, como la de Marlee. Quizás así pudiera disfrutar de

cierta intimidad.

Cuando nuestra guía se fue, abrí la puerta y me encontré con los grititos

ahogados de tres mujeres muy excitadas. Una estaba en un rincón, cosiendo, y

las otras dos estaban limpiando una habitación y a impecable. Se acercaron

corriendo y se presentaron como Lucy, Anne y Mary, pero inmediatamente se

me olvidó quién era quién. Me costó un poco convencerlas de que se fueran. No

quería ser maleducada, puesto que parecían deseosas de servirme, pero

necesitaba estar un rato sola.

—Solo necesito echar una cabezadita. Estoy segura de que vosotras también

habréis tenido un día muy largo, preparándolo todo. Lo mejor que podríais hacer

es dejarme descansar, y descansar un poco vosotras. Os agradeceré que vengáis

a despertarme cuando sea la hora de bajar.

Pese a mi oposición, se deshicieron en una sucesión de agradecimientos y

reverencias interminables, y por fin me quedé sola. No sirvió de nada.

Necesitaba echarme en la cama, pero tenía todo el cuerpo en tensión, lo que me

impedía ponerme cómoda en un lugar que, estaba claro, no estaba hecho para

mí.

Había un violín en el rincón, así como una guitarra y un piano espléndido,

pero no me sentía con fuerzas de tocar. Mi mochila estaba perfectamente

cerrada, esperando a los pies de la cama, pero aquello también me parecía

demasiado trabajo. Sabía que me habrían dejado cosas especiales en el armario,

en los cajones y en el baño, pero no me apetecía explorar.

Me quedé allí tumbada, inmóvil. Era consciente de que eran horas, pero me

pareció que solo habían pasado unos momentos cuando mis doncellas llamaron

suavemente a la puerta. Las hice entrar y, pese a lo extraño que me resultaba,

dejé que me vistieran. Estaban tan encantadas de ser útiles que no podía pedirles

que se fueran.

Me recogieron el cabello hacia atrás con toda delicadeza y me retocaron el

maquillaje. El vestido —al igual que el resto de mi vestuario, obra suya— era de

un verde intenso y llegaba hasta el suelo. Sin aquellos minúsculos tacones me lo

habría pisado todo. Silvia llamó a mi puerta y a la de mis tres vecinas a las seis en

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