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La Seleccion - Kiera Cass

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—Me lo había planteado, pero ahora ya no importa.

—Sí que importa. ¿Por qué no me lo dijiste?

Se frotó el cuello, indeciso.

—Estaba esperando.

—¿El qué?

No me imaginaba qué podía estar esperando.

—El Sorteo.

Aquello sí lo entendía. No estaba claro qué era mejor: si ser llamado a filas o

no. En Illéa, todos los chicos de diecinueve años entraban en el Sorteo. Se escogía

un nuevo reemplazo por sorteo dos veces al año, de modo que todos los reclutas

llegaran como máximo con diecinueve años y medio. Y el servicio obligatorio

iba desde los diecinueve años a los veintitrés. La fecha se acercaba.

Habíamos hablado del tema, pero no de un modo realista. Supongo que

ambos esperábamos que, si no pensábamos en ello, el Sorteo también nos pasaría

por alto a nosotros.

Lo bueno de ser un soldado es que se pasaba automáticamente a ser un Dos.

El Gobierno te entrenaba y te pagaba el resto de tu vida. Lo malo era que nunca

sabías dónde podías ir a parar. Lo que estaba claro era que te enviaban fuera de

tu provincia. Suponían que los soldados se volverían más indulgentes rodeados de

los conocidos, tratando con ellos. Podías acabar en palacio o en el cuerpo de

policía de otra provincia. O podías terminar en el Ejército, y podían enviarte al

frente. No muchos de los que iban a la guerra regresaban a casa.

Los que no se habían casado antes del sorteo casi siempre se esperaban al

resultado. Si te tocaba, en el mejor de los casos suponía separarte de tu esposa

cuatro años. Y en el peor, dejar una viuda muy joven.

—Yo… No quería hacerte eso —susurró.

—Lo entiendo.

Se puso en pie, intentando cambiar de tema.

—Bueno, ¿y qué te llevas?

—Una muda para ponerme cuando me echen. Unas cuantas fotos y libros.

Me han dicho que no necesitaré mis instrumentos. Todo lo que quiera lo tendré

allí. Así que solo llevo esa mochila, nada más.

Ahora la habitación estaba ordenada, y por algún motivo la pequeña mochila

parecía enorme. Las flores que había traído, colocadas sobre el escritorio,

presentaban un gran colorido en comparación con mis cosas, todas de tonos

apagados. O quizá fuera que todo me parecía más triste ahora…, ahora que todo

había acabado.

—No es mucho —observó.

—Nunca he necesitado demasiado para ser feliz. Pensé que lo sabías.

Él cerró los ojos.

—No sigas, America. Hice lo correcto.

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