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Susan Elizabeth Phillips – Besar a un Ángel

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—Abre la boquita, cariño.<br />

<strong>Besar</strong> a <strong>un</strong> <strong>Ángel</strong><br />

SUSAN ELIZABETH PHILLIPS<br />

Daisy se tomó su tiempo para comer el camarón y, mientras, deslizó los dedos por el interior de<br />

la pantorrilla de Alex, agradeciendo la intimidad y la escasa luz del reservado que los resguardaban<br />

de miradas curiosas. Tuvo la satisfacción de sentir cómo a su marido se le tensaban los músculos<br />

de la pierna y supo que él no estaba tan relajado como parecía.<br />

—¿Tienes las piernas cruzadas? —preg<strong>un</strong>tó él.<br />

—Sí.<br />

—Sepáralas. —Ella casi soltó <strong>un</strong> grito ahogado. —Y mantenías así el resto de la velada.<br />

La comida se volvió insípida de repente y todo en lo que Daisy pudo pensar fue en salir del<br />

restaurante y meterse en la cama con él.<br />

Separó las piernas <strong>un</strong>os centímetros. Él le tocó la rodilla bajo el mantel, y su voz ya no sonó tan<br />

segura como antes.<br />

—Muy bien. Sabes acatar las órdenes. —Introdujo la mano debajo de la falda y la deslizó hacia<br />

arriba por el interior del muslo.<br />

Tal audacia la dejó sin aliento y, en ese momento, se sintió como <strong>un</strong>a esclava bajo el yugo del<br />

zar. La fantasía la hizo sentirse débil de deseo.<br />

A<strong>un</strong>que ning<strong>un</strong>o de los dos mostró señales de apresuramiento, acabaron de comer en <strong>un</strong><br />

tiempo récord y rehusaron tomar el café y el postre. Pronto estuvieron de regreso en el circo.<br />

Alex no le dirigió la palabra hasta que estuvieron dentro de la caravana, donde lanzó las llaves<br />

en el mostrador antes de volverse hacia ella.<br />

—¿Has tenido suficiente diversión por esta noche, cariño?<br />

El roce de la seda en su piel desnuda y su flirteo público habían hecho que Daisy abandonara<br />

sus inhibiciones, pero a<strong>un</strong> así se sintió <strong>un</strong> poco tonta cuando bajó la vista e intentó mostrarse<br />

sumisa.<br />

—Lo que Su Alteza Imperial desee.<br />

Él sonrió.<br />

—Entonces desnúdame.<br />

Ella le quitó la chaqueta y la corbata, y le desabotonó la camisa al mismo tiempo que<br />

presionaba la boca contra el torso que dejaba al descubierto. El roce sedoso del vello cosquilleó en<br />

sus labios poniéndole la piel de gallina. Lamió <strong>un</strong>a de las oscuras y duras tetillas. Sintió los dedos<br />

torpes al forcejear con la hebilla del cinturón y, cuando por fin consiguió abrirlo, comenzó a bajarle<br />

la cremallera.<br />

—Desnúdate tú primero —dijo él, —pero antes dame la bufanda.<br />

A Daisy le temblaron las manos cuando se desató la bufanda dorada de la cintura y se la dio. Se<br />

quitó los pendientes y se deshizo de las sandalias. Con <strong>un</strong> grácil movimiento se pasó el jersey por<br />

la cabeza mostrando los pechos. La cinturilla de la falda cedió bajo los dedos y la frágil seda se le<br />

deslizó por las caderas. La apartó con el pie y se quedó desnuda ante él.<br />

Alex la acarició con la mano, desde el hombro a la cadera, desde las costillas a los muslos, como<br />

si estuviera marcando <strong>un</strong>a propiedad. El gesto licuó la sangre de Daisy en sus venas,<br />

enardeciéndola hasta tal p<strong>un</strong>to que apenas era capaz de mantenerse en pie. Satisfecho, él cogió la<br />

bufanda y dejó que el extremo se deslizara lentamente entre sus dedos.<br />

Escaneado por PACI <strong>–</strong> Corregido por Mara Adilén Página 212

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