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Lecturas Segunda Septiembre 2012 - Insumisos

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entonces, cada quien fuera libre de hacer lo que le dé la gana, “mientras no afecte a nadie”. Si así fuera, lo<br />

privado se convertiría en el lugar del “todo se vale” (“mientras no se vea”), lo que tal vez explique la incursión<br />

de lo privado en lo público. En realidad, este vacío únicamente es explicable desde un punto de vista político,<br />

si se entiende, siguiendo a Carlos Fernández Liria, que ese vacío no puede ser ocupado por “dioses ni reyes”<br />

(ni “tronos ni templos”),[25] es decir, ni por la religión ni, digámoslo así, por “posiciones de excepción” –que<br />

en el mundo actual pueden ser distintos intereses particulares de mayor o menor tamaño, como los medios<br />

de comunicación masiva. En este mismo orden de cosas, lo privado tampoco es un lugar de excepción (ni<br />

mucho menos que luego se imponga en público, por ejemplo en nombre de la exhibición de tal o cual<br />

“intimidad”). En términos de ciudadanía, lo que afirma Fernández Liria es correcto, dado que todos los<br />

ciudadanos son iguales y lo son más aún ante la ley, en el “centro de la ciudad”, pero no es la ley la que<br />

define una civilidad, ni la que lleva a que esta segunda se interiorice. Tiene razón Fernández Liria cuando<br />

argumenta que el lugar que “uno” ocupa en ese espacio vacío es “el lugar de cualquier otro” (cierto<br />

anonimato se contrapone a la excepción), aunque ello no signifique, agreguemos, que sea una “tierra de<br />

todos y de nadie”: en ciertas condiciones, esto último se prestaría a la más completa irresponsabilidad (una<br />

cosa es que la misma matemática la diga cualquier otro, sin que la geometría cambie según la diga un<br />

gallego o un catalán, y otra cosa es que no la diga “nadie”, porque nadie asume la necesidad de una<br />

geometría). Más bien consideramos que la plaza pública debiera ser “de todos y de cada uno”, un “cada uno<br />

como cualquier otro”, mortal y por ende no sustituible (el otro es el que “falta”, y por lo mismo con quien hay<br />

deuda), pero también propietario, así sea propietario de sí mismo, para retomar una formulación de<br />

Claudine Haroche y Robert Castel[26] que permite recordar que el trabajador es propietario de su fuerza de<br />

trabajo (lo que para unos no es “nada” y para otros lo es todo). El “propietario de sí” no deja de serlo porque<br />

venda su fuerza de trabajo: en la ciudad capitalista ya no se trata de tener que “estar referido a otro para<br />

existir”, ni de ser “el hombre de alguien”,[27] parafraseando las expresiones de Haroche y Castel sobre la<br />

dependencia premoderna. En este sentido, Camps considera: “que el lugar sea distinto no implica que la<br />

persona sea degradada”.[28]<br />

Si el centro vacío es de “todos y de nadie”, se corre el riesgo de que sea visto como un lugar en el cual<br />

apropiarse de algo (o lo que es eventualmente igual, despojar a otro) carece de consecuencias, por lo que es<br />

gratuito en el peor sentido, sin obligación de “dar el cambio” por lo tomado. No habría entonces obligación<br />

de devolver o retribuir, porque no hay ni siquiera a quién hacerlo: todo es un regalo. En cambio, si el “centro”<br />

es de todos “y de cada uno”, apropiarse de algo es tener un lugar (como cualquier otro, pero lugar), pero<br />

otro puede verse afectado en lo suyo o despojado (incluso de su “lugar”), como le puede ocurrir a uno mismo<br />

si algún otro toma de modo indebido. Lo tomado en ese lugar público debe ser devuelto o retribuido, porque<br />

otro lo puede necesitar, algo que sabían por ejemplo algunos grupos primitivos de cazadores: siempre<br />

dejaban comida en algún sendero y no tomaban más de lo necesario, por si alguien más llegara luego y<br />

pasara necesidad. No se puede recibir del espacio público –lo mismo que de la naturaleza- sin devolver.<br />

A lo sumo, “nadie” querría decir, en el sentido en que lo demuestra Fernández Liria, que en matemáticas no<br />

se habla desde un lugar de excepción: dos y dos son cuatro, lo diga un rico o un esclavo. Pero el lugar de uno<br />

es irremplazable, como lo es un principio el lugar de cada quien (cada quien es necesario y la ciudad no es un<br />

conjunto de “prescindibles”): uno toma su lugar, no el de otro, ni por despojo, ni por usurpación ni por<br />

suplantación. Hay así un límite que de otro modo puede pasar desapercibido en un civismo de las libertades.<br />

Que el “centro vacío” sea un lugar donde alguien puede estar como cualquier otro (“cualquier otro lo habría<br />

hecho”) no significa que sea libre de hacer cualquier cosa. No es nada más asunto de igualdad ante la ley y,<br />

más allá, de libertad en lo que sea. Poner a “cada uno” no es poner intereses, sino una comunidad de quienes<br />

“hacen falta”. En todo caso, en un civismo de las libertades como el que suelen reivindicar algunos autores<br />

españoles, el problema de la obligación sigue sin aparecer, o si aparece lo hace como algo incómodo que<br />

pudiera limitar la libertad. Una “tierra de todos y de nadie” no obliga.<br />

Obligación y necesidad social

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