Enigma (Los Van Vladoisqui)

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viera el alguien de quien procedía los ojos y la quietud que advertía
desencadenarse de manera opuesta.
En mi cabeza apareció el reflejo de Tom, y en mi oído el susurro de
su voz. Cuan frustrante era ver que todos mis esfuerzos empeñados
en olvidar eran en vano, las presencias me lo recordarían siempre.
Perecía ser que no existía manera posible de borrarlo de mi
pensamiento. No entendía a que se debía tenerlo presente en ese
momento en que miraba a Emma postrada en un ataúd de madera
ébano totalmente negro. Verla pálida y apagada, inexpresiva e inútil.
Era como si durmiera con la diferencia de que ya jamás volvería a
despertar. Era difícil creer que a quien miraba era ella, que fuese
Emma muerta.
No pude controlar las lágrimas. Tal vez creyeron que lloraba como
muchos por Emma, me hubiera gustado que hubiese sido así, pero se
trataba del mismo efecto de lágrimas que traía al recordar a Tom.
Agonizar y hundirme en las profundidades de mi llanto, era como
tocar el fondo del océano.
Entonces, entre las amarguras y los recuerdos surgió de las sombras
de las personas reunidas una marcha negra dirigiéndose a mí.
Provocó un desespero horroroso que contagió todo mi cuerpo y
nació una necesidad de correr lejos, de huir de todo; y sentir esa
sensación embriagadora de emoción que hace olvidarme hasta de mí
misma.
Mientras corría por las calles transitadas por personas, el viento que
golpeaba mi rostro secaba las lágrimas que por este se deslizaban.
Huir, fue como agua que se arrojó sobre mi flama que quemaba mí
ser desde adentro.
Las miradas chismosas se posaban encima de mí, pero eso no me
detuvo, pues no me importaba lo que pensaran; si estaba loca o
estaba huyendo de algún peligro inminente y al asecho. Solo
recuerdo que me olvidé de todo.
Luego en la soledad de la noche tomé mi almohada y la apreté con
ferocidad hasta agotar todas mis ganas de llorar. Y así terminó ese
día para comenzar lo mismo al día siguiente.