La fortuna de los Rougon - Emile Zola
Historia natural y social de una familia bajo el Segundo Imperio. Y el primer episodio, La fortuna de los Rougon, debe llamarse con su título científico: Los orígenes. ÉMILE ZOLA
Historia natural y social de una familia bajo el Segundo Imperio. Y el primer episodio, La fortuna de los Rougon, debe llamarse con su título científico: Los orígenes.
ÉMILE ZOLA
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a la que una caricia pue<strong>de</strong> <strong>de</strong>spertar. Cuando <strong>los</strong> enamorados se besan<br />
en las mejillas, es porque tantean y buscan <strong>los</strong> labios. Un beso hace<br />
amantes. Fue en esa negra y fría noche <strong>de</strong> diciembre, entre <strong>los</strong> agrios<br />
lamentos <strong>de</strong>l rebato, cuando Miette y Silvère intercambiaron uno <strong>de</strong> esos<br />
besos que atraen a la boca toda la sangre <strong>de</strong>l corazón.<br />
Permanecían mudos, estrechamente apretados uno contra el otro. Miette<br />
había dicho: «Calentémonos así», y esperaban inocentemente tener calor.<br />
Pronto les llegó la tibieza a través <strong>de</strong> sus ropas, sintieron poco a poco que<br />
su abrazo les quemaba, oyeron cómo sus pechos se alzaban con el mismo<br />
aliento. Los invadió la langui<strong>de</strong>z, que <strong>los</strong> sumió en una febril somnolencia.<br />
Tenían calor ahora; ante sus párpados cerrados pasaban resplandores,<br />
confusos ruidos ascendían a sus cerebros. Este estado <strong>de</strong> bienestar<br />
doloroso, que duró unos minutos, les pareció sin fin. Y entonces, en una<br />
especie <strong>de</strong> sueño, sus labios se encontraron. Su beso fue largo, ávido.<br />
Pareció como si jamás se hubieran besado. Sufrían, se separaron. Luego,<br />
cuando el frío <strong>de</strong> la noche hubo helado su fiebre, se quedaron a cierta<br />
distancia uno <strong>de</strong>l otro, con una gran confusión.<br />
<strong>La</strong>s dos campanas seguían conversando siniestramente entre sí, en el<br />
abismo negro que se ahondaba en torno a <strong>los</strong> jóvenes. Miette, temblorosa,<br />
asustada, no se atrevía a acercarse a Silvère. Ni siquiera sabía si estaba<br />
allí, no le oía hacer un movimiento. Ambos estaban embargados <strong>de</strong> la acre<br />
sensación <strong>de</strong> su beso; a sus labios ascendían efusiones, habrían querido<br />
darse las gracias, volverse a besar; pero estaban tan avergonzados <strong>de</strong> su<br />
punzante felicidad que habrían preferido no saborearla jamás por segunda<br />
vez a hablar <strong>de</strong> ella en voz alta. Durante mucho tiempo aún, si la rápida<br />
marcha no les hubiera azotado la sangre, si la noche <strong>de</strong>nsa no se hubiera<br />
hecho cómplice, se habrían besado en las mejillas, como buenos amigos.<br />
Miette sentía pudor. Tras el ardiente beso <strong>de</strong> Silvère, en aquellas dichosas<br />
tinieblas don<strong>de</strong> su corazón se abría, recordó las groserías <strong>de</strong> Justin. Unas<br />
horas antes había escuchado sin ruborizarse a aquel chico, que la<br />
motejaba <strong>de</strong> mujer perdida; preguntaba que para cuándo el bautizo, le<br />
gritaba que su padre la haría parir a patadas, si alguna vez se le ocurría<br />
volver al Jas-Meiffren, y ella había llorado sin compren<strong>de</strong>r, había llorado<br />
porque adivinaba que todo eso <strong>de</strong>bía <strong>de</strong> ser innoble. Ahora que se hacía<br />
mujer, se <strong>de</strong>cía, con su postrera inocencia, que el beso, cuya quemadura<br />
sentía todavía en sí, bastaba acaso para llenarla <strong>de</strong> aquella vergüenza <strong>de</strong><br />
que su primo la acusaba. Entonces la asaltó el dolor, sollozó.<br />
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