La fortuna de los Rougon - Emile Zola
Historia natural y social de una familia bajo el Segundo Imperio. Y el primer episodio, La fortuna de los Rougon, debe llamarse con su título científico: Los orígenes. ÉMILE ZOLA
Historia natural y social de una familia bajo el Segundo Imperio. Y el primer episodio, La fortuna de los Rougon, debe llamarse con su título científico: Los orígenes.
ÉMILE ZOLA
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con su instinto femenino, adoraba <strong>los</strong> temas lúgubres. A cada nuevo<br />
hallazgo, hacía suposiciones sin cuento. Si el hueso era pequeño, ella<br />
hablaba <strong>de</strong> una guapa chica enferma <strong>de</strong>l pecho, o arrebatada por unas<br />
fiebres, la víspera <strong>de</strong> su boda; si el hueso era gran<strong>de</strong>, soñaba con algún<br />
alto anciano, un soldado, un juez, algún hombre terrible. <strong>La</strong> lápida<br />
sepulcral, sobre todo, <strong>los</strong> ocupó mucho tiempo. En un hermoso claro <strong>de</strong><br />
luna, Miette había distinguido, en una <strong>de</strong> las caras, caracteres<br />
semicorroídos. Silvère, con su cuchillo, tuvo que quitar el musgo. Entonces<br />
leyeron la inscripción truncada: «Aquí yace… Marie… muerta…». Y Miette,<br />
al encontrar su nombre sobre aquella lápida, se había quedado muy<br />
impresionada. Silvère la llamó «tonta <strong>de</strong> remate». Pero ella no pudo<br />
contener sus lágrimas. Dijo que le había dado un vuelco el corazón, que<br />
moriría pronto, que esa lápida era para ella. El joven se sintió helado a su<br />
vez. Sin embargo, consiguió avergonzar a la niña. ¡Cómo! ¡Ella, tan<br />
valiente, soñaba con tales chiquilladas! Acabaron riéndose. Después<br />
evitaron volver a hablar <strong>de</strong> eso. Pero en las horas <strong>de</strong> melancolía, cuando<br />
el cielo velado entristecía la vereda, Miette no podía <strong>de</strong>jar <strong>de</strong> nombrar a<br />
esa muerta, a esa Marie <strong>de</strong>sconocida cuya tumba había facilitado tanto<br />
tiempo sus citas. Los huesos <strong>de</strong> la pobre joven quizá estaban aún allí. Una<br />
noche se le ocurrió la extraña fantasía <strong>de</strong> que Silvère volviera la lápida<br />
para ver lo que había <strong>de</strong>bajo. Él se negó como si fuese un sacrilegio, y esa<br />
negativa alimentó las ensoñaciones <strong>de</strong> Miette sobre el querido fantasma<br />
que llevaba su nombre. Pretendía rotundamente que había muerto a su<br />
edad, a <strong>los</strong> trece años, en plena ternura. Se apiadaba incluso <strong>de</strong> la lápida,<br />
esa lápida a la que montaba tan ágilmente, don<strong>de</strong> se habían sentado<br />
tantas veces, lápida helada por la muerte y que habían cal<strong>de</strong>ado con su<br />
amor. Añadía:<br />
—Ya verás, nos traerá <strong>de</strong>sgracia… Yo, si tú murieras, vendría a morir<br />
aquí, y quisiera que colocaran ese bloque sobre mi cuerpo.<br />
Silvère, con un nudo en la garganta, la regañaba por pensar en cosas<br />
tristes.<br />
Fue así como, durante cerca <strong>de</strong> dos años, se amaron en la estrecha<br />
vereda, en la ancha campiña. Su idilio atravesó las lluvias heladas <strong>de</strong><br />
diciembre y las quemantes instigaciones <strong>de</strong> julio, sin <strong>de</strong>slizarse a la<br />
vergüenza <strong>de</strong> <strong>los</strong> amores comunes; conservó su encanto exquisito <strong>de</strong><br />
cuento griego, su ardiente pureza, todos <strong>los</strong> balbuceos ingenuos <strong>de</strong> la<br />
carne que <strong>de</strong>sea y que ignora. Los muertos, <strong>los</strong> mismos viejos muertos,<br />
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