La fortuna de los Rougon - Emile Zola
Historia natural y social de una familia bajo el Segundo Imperio. Y el primer episodio, La fortuna de los Rougon, debe llamarse con su título científico: Los orígenes. ÉMILE ZOLA
Historia natural y social de una familia bajo el Segundo Imperio. Y el primer episodio, La fortuna de los Rougon, debe llamarse con su título científico: Los orígenes.
ÉMILE ZOLA
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—¡Bah! —respondió Renga<strong>de</strong>—; cuanta más gentuza <strong>de</strong> ésta aplastemos,<br />
mejor será. Puesto que están juntos, les tocará a <strong>los</strong> dos. Hubo un<br />
murmullo.<br />
El gendarme se dio la vuelta, con su terrible rostro manchado <strong>de</strong> sangre, y<br />
<strong>los</strong> curiosos se apartaron. Un pequeño burgués muy pulido se retiró,<br />
<strong>de</strong>clarando que si se quedaba más tiempo se per<strong>de</strong>ría la cena. Unos<br />
chavales, al reconocer a Silvère, hablaron <strong>de</strong> la muchacha roja. Entonces<br />
el pequeño burgués volvió sobre sus pasos, para ver mejor al amante <strong>de</strong> la<br />
mujer <strong>de</strong> la ban<strong>de</strong>ra, <strong>de</strong> aquella mujerzuela <strong>de</strong> la que había hablado<br />
<strong>La</strong> Gaceta.<br />
Silvère no veía, no oía nada; Renga<strong>de</strong> tuvo que cogerlo por el cuello <strong>de</strong> la<br />
camisa. Entonces se levantó, forzando a Mourgue a levantarse también.<br />
—Venid —dijo el gendarme—. No será muy largo.<br />
Y Silvère reconoció al tuerto. Sonrió. Debió <strong>de</strong> compren<strong>de</strong>r. Después<br />
apartó la cabeza. <strong>La</strong> vista <strong>de</strong>l tuerto, <strong>de</strong> esos bigotes que la sangre<br />
endurecía con una escarcha siniestra, le causó una pena inmensa. Habría<br />
querido morir entre una dulzura infinita. Evitó mirar el único ojo <strong>de</strong><br />
Renga<strong>de</strong>, que brillaba bajo la pali<strong>de</strong>z <strong>de</strong> lienzo. Fue el joven quien, por sí<br />
solo, se dirigió al fondo <strong>de</strong>l ejido <strong>de</strong> San Mittre, a la estrecha vereda oculta<br />
por las pilas <strong>de</strong> tablas. Mourgue lo seguía.<br />
El ejido se extendía, <strong>de</strong>solado, bajo el cielo amarillo. <strong>La</strong> claridad <strong>de</strong> las<br />
nubes cobrizas se arrastraba en turbios reflejos. Nunca el campo <strong>de</strong>snudo,<br />
el aserra<strong>de</strong>ro don<strong>de</strong> las vigas dormían, como tiesas <strong>de</strong> frío, había tenido la<br />
melancolía <strong>de</strong> un crepúsculo tan lento, tan afligido. Al bor<strong>de</strong> <strong>de</strong> la<br />
carretera, <strong>los</strong> prisioneros, <strong>los</strong> soldados, el gentío, <strong>de</strong>saparecían entre la<br />
oscuridad <strong>de</strong> <strong>los</strong> árboles. Sólo el terreno, <strong>los</strong> ma<strong>de</strong>ros, las pilas <strong>de</strong><br />
tablones pali<strong>de</strong>cían en la claridad moribunda, con tintes cenagosos, con un<br />
vago aspecto <strong>de</strong> torrente seco. Los caballetes <strong>de</strong> <strong>los</strong> chiquichaques,<br />
perfilando en una esquina su enjuta armazón, esbozaban ángu<strong>los</strong> <strong>de</strong><br />
horcas, montantes <strong>de</strong> guillotina. Y lo único vivo eran tres gitanos que<br />
asomaban sus cabezas asustadas por la puerta <strong>de</strong> su carromato, un viejo<br />
y una vieja y una chica alta <strong>de</strong> pelo crespo, cuyos ojos relucían como ojos<br />
<strong>de</strong> lobo.<br />
Antes <strong>de</strong> alcanzar la vereda, Silvère miró. Recordó un lejano domingo en<br />
el cual, entre un hermoso claro <strong>de</strong> luna, había cruzado el aserra<strong>de</strong>ro. ¡Qué<br />
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