La fortuna de los Rougon - Emile Zola
Historia natural y social de una familia bajo el Segundo Imperio. Y el primer episodio, La fortuna de los Rougon, debe llamarse con su título científico: Los orígenes. ÉMILE ZOLA
Historia natural y social de una familia bajo el Segundo Imperio. Y el primer episodio, La fortuna de los Rougon, debe llamarse con su título científico: Los orígenes.
ÉMILE ZOLA
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uscamente voces guturales <strong>de</strong> jovencitas cantando en una lengua<br />
<strong>de</strong>sconocida, llena <strong>de</strong> acentos rudos.<br />
Pero <strong>los</strong> enamorados no miraban mucho rato afuera, al ejido <strong>de</strong> San<br />
Mittre; se apresuraban a volver a su hogar, seguían caminando a lo largo<br />
<strong>de</strong> su amado sen<strong>de</strong>ro cerrado y discreto. ¡Poco les preocupaban <strong>los</strong><br />
<strong>de</strong>más, la ciudad entera! <strong>La</strong>s pocas tablas que <strong>los</strong> separaban <strong>de</strong> la gente<br />
maligna les parecían, a la larga, una barrera infranqueable. Estaban tan<br />
so<strong>los</strong>, eran tan libres en aquel rincón situado en pleno arrabal, a cincuenta<br />
pasos <strong>de</strong> la puerta <strong>de</strong> Roma, que a veces se imaginaban estar muy lejos,<br />
al fondo <strong>de</strong> alguna cavidad <strong>de</strong>l Viorne, en campo raso. De todos <strong>los</strong> ruidos<br />
que llegaban a el<strong>los</strong>, sólo escuchaban uno con una emoción inquieta, el <strong>de</strong><br />
<strong>los</strong> relojes sonando lentamente en la noche. Cuando daba la hora, a veces<br />
fingían no oírla, a veces se paraban en seco, como para protestar. Sin<br />
embargo, por más que se concedieran diez minutos <strong>de</strong> gracia, tenían que<br />
<strong>de</strong>cirse adiós. Habrían jugado, habrían charlado hasta la madrugada, con<br />
<strong>los</strong> brazos enlazados, con el fin <strong>de</strong> experimentar ese singular ahogo cuyas<br />
<strong>de</strong>licias saboreaban en secreto, con continuas sorpresas. Miette se <strong>de</strong>cidía<br />
por fin a subir por su tapia. Pero aún no se había acabado, la <strong>de</strong>spedida<br />
duraba todavía un cuarto <strong>de</strong> hora largo. Después <strong>de</strong> franquear el muro, la<br />
niña se quedaba allí, <strong>de</strong> codos sobre la albardilla, sujeta por las ramas <strong>de</strong><br />
la morera que le servía <strong>de</strong> escalera. Silvère, <strong>de</strong> pie en la lápida sepulcral,<br />
podía cogerle las manos, seguir charlando a media voz. Repetían más <strong>de</strong><br />
diez veces: «¡Hasta mañana!», y siempre encontraban nuevas palabras.<br />
Silvère rezongaba:<br />
—Vamos, baja; son más <strong>de</strong> las doce.<br />
Pero, con testaru<strong>de</strong>z <strong>de</strong> muchacha, Miette quería que él bajase el primero;<br />
<strong>de</strong>seaba verlo irse. Y como el joven se las tenía tiesas, ella acababa por<br />
<strong>de</strong>cir bruscamente, para castigarlo, sin duda:<br />
—Voy a saltar, vas a ver.<br />
Y saltaba <strong>de</strong> la morera, con gran susto <strong>de</strong> Silvère. Oía el ruido sordo <strong>de</strong> su<br />
caída; luego ella huía con un estallido <strong>de</strong> risa, sin querer contestar a su<br />
último adiós. Él se quedaba unos instantes mirando su sombra vaga<br />
hundirse en la oscuridad, y lentamente bajaba a su vez, se dirigía al<br />
callejón <strong>de</strong> San Mittre.<br />
Durante dos años, fueron allí cada día. Disfrutaron, en sus primeras citas,<br />
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