La fortuna de los Rougon - Emile Zola
Historia natural y social de una familia bajo el Segundo Imperio. Y el primer episodio, La fortuna de los Rougon, debe llamarse con su título científico: Los orígenes. ÉMILE ZOLA
Historia natural y social de una familia bajo el Segundo Imperio. Y el primer episodio, La fortuna de los Rougon, debe llamarse con su título científico: Los orígenes.
ÉMILE ZOLA
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levantarte?<br />
Los soldados ya no disparaban; se habían lanzado hacia la izquierda,<br />
sobre <strong>los</strong> contingentes guiados por el hombre <strong>de</strong>l sable. En el centro <strong>de</strong> la<br />
explanada vacía, sólo estaba Silvère arrodillado ante el cuerpo <strong>de</strong> Miette.<br />
Con la testaru<strong>de</strong>z <strong>de</strong> la <strong>de</strong>sesperación, la había cogido en sus brazos.<br />
Quería ponerla <strong>de</strong> pie; pero la niña tuvo tal sacudida <strong>de</strong> dolor que volvió a<br />
acostarla. Le suplicaba:<br />
—Háblame, por favor. ¿Por qué no me dices nada?<br />
Ella no podía. Agitó las manos, con un movimiento suave y lento, para<br />
<strong>de</strong>cir que la culpa no era suya. Sus labios apretados se a<strong>de</strong>lgazaban ya<br />
bajo el <strong>de</strong>do <strong>de</strong> la muerte. Con el pelo suelto, la cabeza envuelta en <strong>los</strong><br />
pliegues sangrantes <strong>de</strong> la ban<strong>de</strong>ra, lo único vivo en ella eran sus ojos,<br />
unos ojos negros, que brillaban en su rostro blanco. Silvère sollozó. <strong>La</strong>s<br />
miradas <strong>de</strong> esos gran<strong>de</strong>s ojos afligidos le hacían daño. Veía en el<strong>los</strong> una<br />
inmensa añoranza <strong>de</strong> la vida. Miette le <strong>de</strong>cía que partía sola, antes <strong>de</strong> la<br />
boda, que se iba sin ser su mujer; le <strong>de</strong>cía también que era él quien así lo<br />
había querido, que habría <strong>de</strong>bido amarla como todos <strong>los</strong> chicos aman a las<br />
chicas. En su agonía, en aquella lucha ruda que su naturaleza sanguínea<br />
entablaba con la muerte, lloraba por su virginidad. Silvère, inclinado sobre<br />
ella, comprendió <strong>los</strong> sollozos amargos <strong>de</strong> esa carne ardiente. Oyó a lo<br />
lejos las instigaciones <strong>de</strong> las viejas osamentas; recordó las caricias que<br />
habían quedado en sus labios, <strong>de</strong> noche, al bor<strong>de</strong> <strong>de</strong> la carretera; ella se<br />
colgaba <strong>de</strong> su cuello, le pedía todo el amor, y él, él no había sabido, la<br />
había <strong>de</strong>jado marcharse doncella, <strong>de</strong>sesperada por no haber saboreado<br />
las voluptuosida<strong>de</strong>s <strong>de</strong> la vida. Entonces, <strong>de</strong>solado al verla llevarse sólo<br />
<strong>de</strong> él un recuerdo <strong>de</strong> escolar y <strong>de</strong> buen compañero, besó su pecho <strong>de</strong><br />
virgen, aquel<strong>los</strong> senos puros y castos que acababa <strong>de</strong> <strong>de</strong>scubrir. Ignoraba<br />
aquel busto estremecido, aquella pubertad admirable. Sus lágrimas le<br />
bañaban <strong>los</strong> labios. Pegaba su boca sollozante a la piel <strong>de</strong> la niña. Esos<br />
besos <strong>de</strong> amante pusieron una última alegría en <strong>los</strong> ojos <strong>de</strong> Miette. Se<br />
amaban, y su idilio se <strong>de</strong>senlazaba en la muerte.<br />
Pero él no podía creer que fuera a morir. Decía:<br />
—No, vas a ver, no es nada… No hables, si sufres… Espera, voy a<br />
levantarte la cabeza; <strong>de</strong>spués te calentaré, tienes las manos heladas.<br />
El tiroteo se reanudaba, a la izquierda, en <strong>los</strong> campos <strong>de</strong> olivos. De la<br />
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