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La fortuna de los Rougon - Emile Zola

Historia natural y social de una familia bajo el Segundo Imperio. Y el primer episodio, La fortuna de los Rougon, debe llamarse con su título científico: Los orígenes. ÉMILE ZOLA

Historia natural y social de una familia bajo el Segundo Imperio. Y el primer episodio, La fortuna de los Rougon, debe llamarse con su título científico: Los orígenes.
ÉMILE ZOLA

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Roure tenía esa mirada vacía. A lo largo <strong>de</strong> la carretera, durante largas<br />

leguas, mientras <strong>los</strong> soldados activaban la marcha <strong>de</strong>l convoy a culatazos,<br />

se había mostrado <strong>de</strong> una dulzura infantil. Cubierto <strong>de</strong> polvo, muerto <strong>de</strong><br />

sed y <strong>de</strong> fatiga, seguía caminando, sin una palabra, como uno <strong>de</strong> esos<br />

animales dóciles que marchan en rebaños bajo el látigo <strong>de</strong> <strong>los</strong> vaqueros.<br />

Pensaba en Miette. <strong>La</strong> veía extendida en la ban<strong>de</strong>ra, bajo <strong>los</strong> árboles, con<br />

<strong>los</strong> ojos en el vacío. Des<strong>de</strong> hacía tres días sólo la veía a ella. En ese<br />

momento, en el fondo <strong>de</strong> la sombra creciente, seguía viéndola.<br />

Renga<strong>de</strong> se volvió hacia el oficial que no había podido encontrar entre <strong>los</strong><br />

soldados <strong>los</strong> hombres necesarios para una ejecución.<br />

—Este granuja me ha reventado el ojo —le dijo señalando a Silvère—.<br />

Entréguemelo… Para uste<strong>de</strong>s será uno menos.<br />

El oficial, sin respon<strong>de</strong>r, se retiró con aire indiferente, haciendo un gesto<br />

vago. El gendarme comprendió que le entregaban a su hombre.<br />

—¡Vamos, levántate! —prosiguió sacudiéndolo.<br />

Silvère, como todos <strong>los</strong> <strong>de</strong>más prisioneros, tenía un compañero <strong>de</strong><br />

ca<strong>de</strong>na. Estaba atado por un brazo a un campesino <strong>de</strong> Poujouls, un tal<br />

Mourgue, hombre <strong>de</strong> cincuenta años, a quien <strong>los</strong> ardientes soles y el duro<br />

oficio <strong>de</strong> la tierra habían convertido en una bestia. Ya encorvado, con las<br />

manos rígidas, la cara chata, guiñaba <strong>los</strong> ojos, alelado, con esa expresión<br />

testaruda y <strong>de</strong>sconfiada <strong>de</strong> <strong>los</strong> animales apaleados. Había salido, armado<br />

con una horca, porque toda su al<strong>de</strong>a salía; pero jamás habría podido<br />

explicar lo que lo arrojaba así a <strong>los</strong> caminos. Des<strong>de</strong> que lo habían hecho<br />

prisionero, comprendía aún menos. Creía vagamente que lo <strong>de</strong>volvían a<br />

su casa. El asombro <strong>de</strong> verse atado, la visión <strong>de</strong> toda aquella gente que lo<br />

miraba, lo atontaba, lo embrutecía más. Como no hablaba y no entendía<br />

más que su dialecto, no pudo adivinar lo que quería el gendarme. Alzó<br />

hacia él su cara pesada, haciendo un esfuerzo; luego, imaginándose que<br />

le preguntaban el nombre <strong>de</strong> su pueblo, dijo con su voz ronca:<br />

—Yo soy <strong>de</strong> Poujols.<br />

Una carcajada corrió entre el gentío, y unas voces gritaron:<br />

—Desate al campesino.<br />

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