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La fortuna de los Rougon - Emile Zola

Historia natural y social de una familia bajo el Segundo Imperio. Y el primer episodio, La fortuna de los Rougon, debe llamarse con su título científico: Los orígenes. ÉMILE ZOLA

Historia natural y social de una familia bajo el Segundo Imperio. Y el primer episodio, La fortuna de los Rougon, debe llamarse con su título científico: Los orígenes.
ÉMILE ZOLA

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<strong>los</strong> inquietaban; a menudo les parecía que otras voces respondían a las<br />

suyas; entonces enmu<strong>de</strong>cían, y oían mil pequeñas quejas que no se<br />

explicaban: laboreo sordo <strong>de</strong> la humedad, suspiros <strong>de</strong>l aire, gotas <strong>de</strong> agua<br />

<strong>de</strong>slizándose sobre las piedras y cuya caída tenía la grave sonoridad <strong>de</strong><br />

un sollozo. Para tranquilizarse, se hacían cariñosas señas con la cabeza.<br />

<strong>La</strong> atracción que <strong>los</strong> retenía acodados en <strong>los</strong> brocales tenía así, como todo<br />

encanto punzante, su pizca <strong>de</strong> horror secreto. Pero el pozo seguía siendo<br />

su viejo amigo. ¡Era un pretexto tan excelente para sus citas! Jamás<br />

Justin, que espiaba cada paso <strong>de</strong> Miette, <strong>de</strong>sconfió <strong>de</strong> su diligencia para ir<br />

a sacar el agua por la mañana. A veces la miraba <strong>de</strong>s<strong>de</strong> lejos inclinarse,<br />

<strong>de</strong>morarse. «¡Ah!, qué haragana —murmuraba—, ¡pensar que se divierte<br />

haciendo círcu<strong>los</strong>!». ¿Cómo sospechar que al otro lado <strong>de</strong>l muro había un<br />

galán que miraba en el agua la sonrisa <strong>de</strong> la jovencita, diciéndole: «Si esa<br />

mula parda <strong>de</strong> Justin te maltrata, dímelo, que se va a enterar?».<br />

Más <strong>de</strong> un mes duró ese juego. Estaban en julio; las mañanas ardían,<br />

blancas <strong>de</strong> sol, y era una <strong>de</strong>licia acudir allá, a aquel rincón húmedo.<br />

Resultaba agradable recibir en la cara el hálito helado <strong>de</strong>l pozo, amarse en<br />

aquella agua <strong>de</strong> manantial, a la hora en que el sol se encendía. Miette<br />

llegaba ja<strong>de</strong>ante, cruzando <strong>los</strong> rastrojos; en su carrera, <strong>los</strong> pelil<strong>los</strong> <strong>de</strong> su<br />

frente y <strong>de</strong> sus sienes se <strong>de</strong>speinaban; apenas se tomaba el tiempo <strong>de</strong><br />

<strong>de</strong>jar su cántaro; se inclinaba, floja, <strong>de</strong>smelenada, vibrante <strong>de</strong> risas. Y<br />

Silvère, que llegaba casi siempre el primero a la cita, experimentaba, al<br />

verla aparecer en el agua, con aquella risueña y loca prisa, la viva<br />

sensación que habría sentido si ella se hubiera arrojado bruscamente en<br />

sus brazos, en el recodo <strong>de</strong> un sen<strong>de</strong>ro. En torno a el<strong>los</strong>, el gozo <strong>de</strong> la<br />

radiante mañana cantaba, una oleada <strong>de</strong> luz cálida, sonora <strong>de</strong> zumbidos<br />

<strong>de</strong> insectos, azotaba el viejo muro, <strong>los</strong> pilares y <strong>los</strong> brocales. Pero el<strong>los</strong> ya<br />

no veían el matinal chaparrón <strong>de</strong> sol, no oían ya <strong>los</strong> mil ruidos que<br />

ascendían <strong>de</strong>l suelo: estaban en el fondo <strong>de</strong> su escondite ver<strong>de</strong>, bajo la<br />

tierra, en aquel agujero misterioso y vagamente inquietante,<br />

ensimismándose para gozar <strong>de</strong>l frescor y <strong>de</strong> la media luz, con una alegría<br />

estremecida.<br />

Ciertas mañanas, Miette, cuyo temperamento no se avenía a una larga<br />

contemplación, se mostraba bromista; movía la cuerda, <strong>de</strong>jaba caer<br />

adre<strong>de</strong> gotas <strong>de</strong> agua que arrugaban <strong>los</strong> claros espejos y <strong>de</strong>formaban las<br />

imágenes. Silvère le suplicaba que se estuviera quieta. El, <strong>de</strong> ardor más<br />

concentrado, no conocía más vivo placer que mirar el rostro <strong>de</strong> su amiga,<br />

reflejado en toda la pureza <strong>de</strong> sus rasgos. Pero ella no lo escuchaba,<br />

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