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La fortuna de los Rougon - Emile Zola

Historia natural y social de una familia bajo el Segundo Imperio. Y el primer episodio, La fortuna de los Rougon, debe llamarse con su título científico: Los orígenes. ÉMILE ZOLA

Historia natural y social de una familia bajo el Segundo Imperio. Y el primer episodio, La fortuna de los Rougon, debe llamarse con su título científico: Los orígenes.
ÉMILE ZOLA

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cuerda. Tuvo un sobresalto, se quedó encorvado, inmóvil. En el fondo <strong>de</strong>l<br />

pozo había creído ver una cabeza <strong>de</strong> jovencita que lo miraba sonriente;<br />

pero había sacudido la cuerda, el agua agitada ya no era sino un espejo<br />

turbio en el que nada se reflejaba con niti<strong>de</strong>z. Esperó a que el agua se<br />

durmiera <strong>de</strong> nuevo, sin atreverse a moverse, con el corazón latiendo a<br />

todo latir. Y a medida que las arrugas <strong>de</strong>l agua se ensanchaban y morían,<br />

vio formarse otra vez la aparición. Osciló mucho tiempo con un balanceo<br />

que imprimía a sus rasgos una vaga gracia <strong>de</strong> fantasma. Por fin se fijó. Era<br />

el rostro sonriente <strong>de</strong> Miette, con su busto, su pañoleta <strong>de</strong> colores, su<br />

corpiño blanco, sus tirantes azules. Silvère se vio a su vez en el otro<br />

espejo. Entonces, sabiendo ambos que se veían, se hicieron señas con la<br />

cabeza. En un primer momento, ni siquiera pensaron en hablarse.<br />

Después se saludaron.<br />

—Buenos días, Silvère.<br />

—Buenos días, Miette.<br />

El extraño sonido <strong>de</strong> sus voces <strong>los</strong> asombró. Habían adquirido una sorda y<br />

singular dulzura en aquel agujero húmedo, les parecía que venían <strong>de</strong> muy<br />

lejos, con ese canto ligero <strong>de</strong> las voces oído por la noche en el campo.<br />

Comprendieron que les bastaría con hablar bajo para oírse. El pozo<br />

resonaba al menor soplo. Acodados en <strong>los</strong> brocales, inclinados y<br />

mirándose, conversaron. Miette dijo lo apenada que llevaba <strong>de</strong>s<strong>de</strong> hacía<br />

ocho días. Trabajaba en el otro extremo <strong>de</strong>l Jas y no podía escaparse más<br />

que por la mañana temprano. Al <strong>de</strong>cir esto, hacía un mohín <strong>de</strong> <strong>de</strong>specho<br />

que Silvère reconocía perfectamente, y al que respondía con un irritado<br />

balanceo <strong>de</strong> la cabeza. Se hacían sus confi<strong>de</strong>ncias, como si se hubieran<br />

encontrado frente a frente, con <strong>los</strong> gestos y las expresiones <strong>de</strong> la<br />

fisonomía que pedían las palabras. Poco les importaba la tapia que <strong>los</strong><br />

separaba, ahora que se veían allá abajo, en aquellas profundida<strong>de</strong>s<br />

discretas.<br />

—Yo sabía —continuó Miette con carita sagaz—, que sacabas agua cada<br />

día a la misma hora. Oigo, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> la casa, chirriar la roldana. Entonces<br />

inventé un pretexto, aseguré que el agua <strong>de</strong> este pozo cocía mejor la<br />

verdura. Me <strong>de</strong>cía que vendría a sacarla todas las mañanas a la misma<br />

hora que tú, y que podría <strong>de</strong>cirte hola, sin que nadie se lo figurase. —Soltó<br />

una risa <strong>de</strong> inocente que se aplau<strong>de</strong> por su astucia, y terminó diciendo—:<br />

Pero no me imaginaba que nos veríamos en el agua.<br />

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