La fortuna de los Rougon - Emile Zola
Historia natural y social de una familia bajo el Segundo Imperio. Y el primer episodio, La fortuna de los Rougon, debe llamarse con su título científico: Los orígenes. ÉMILE ZOLA
Historia natural y social de una familia bajo el Segundo Imperio. Y el primer episodio, La fortuna de los Rougon, debe llamarse con su título científico: Los orígenes.
ÉMILE ZOLA
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uidos <strong>de</strong>sgarradores <strong>de</strong>l tiroteo, el joven oía un suspiro, un estertor sordo;<br />
alguien daba en la pequeña banda un empujón, como para <strong>de</strong>jar sitio a <strong>los</strong><br />
<strong>de</strong>sdichados que caían aferrándose a <strong>los</strong> hombros <strong>de</strong> sus vecinos.<br />
Durante diez minutos, el fuego prosiguió.<br />
Después, entre dos <strong>de</strong>scargas, un hombre gritó: «¡Sálvese quien pueda!»<br />
con un terrible acento <strong>de</strong> terror. Hubo gruñidos, murmul<strong>los</strong> <strong>de</strong> rabia, que<br />
<strong>de</strong>cían: «¡Qué cobar<strong>de</strong>s! ¡Oh, qué cobar<strong>de</strong>s!». Corrían frases siniestras: el<br />
general había huido; la caballería acuchillaba a <strong>los</strong> tiradores dispersos por<br />
la llanura <strong>de</strong> Nores. Y <strong>los</strong> disparos no cesaban, partían irregulares,<br />
rayando el humo con bruscas llamas. Una voz ruda repetía que había que<br />
morir allí. Pero la voz asustada, la voz <strong>de</strong>l terror, gritaba más fuerte:<br />
«¡Sálvese quien pueda! ¡Sálvese quien pueda!». Algunos hombres<br />
huyeron, arrojando sus armas, saltando por encima <strong>de</strong> <strong>los</strong> muertos. Los<br />
otros cerraron filas. Quedó una <strong>de</strong>cena <strong>de</strong> insurgentes. Dos más<br />
emprendieron la huida; y, <strong>de</strong> <strong>los</strong> otros ocho, a tres <strong>los</strong> mataron <strong>de</strong> un<br />
disparo.<br />
Los dos niños se habían quedado maquinalmente, sin enten<strong>de</strong>r nada. A<br />
medida que el batallón disminuía, Miette elevaba más la ban<strong>de</strong>ra; la<br />
sostenía, como un gran cirio, ante sí, con <strong>los</strong> puños cerrados. Estaba<br />
acribillada a balas. Cuando a Silvère no le quedaron ya cartuchos en <strong>los</strong><br />
bolsil<strong>los</strong>, <strong>de</strong>jó <strong>de</strong> disparar y miró su carabina con aire <strong>de</strong> pasmo. Fue<br />
entonces cuando una sombra pasó sobre su cara como si un ave co<strong>los</strong>al<br />
hubiera rozado su frente con un batir <strong>de</strong> alas. Y alzando <strong>los</strong> ojos, vio la<br />
ban<strong>de</strong>ra que caía <strong>de</strong> las manos <strong>de</strong> Miette. <strong>La</strong> niña, con <strong>los</strong> dos puños<br />
apretados sobre el pecho, la cabeza hacia atrás, con una atroz expresión<br />
<strong>de</strong> sufrimiento, giraba lentamente sobre sí misma. No lanzó un grito; se<br />
abatió hacia atrás, sobre el lienzo rojo <strong>de</strong> la ban<strong>de</strong>ra.<br />
—Levántate, date prisa —dijo Silvère tendiéndole la mano, perdida la<br />
cabeza. Pero ella seguía en el suelo, con <strong>los</strong> ojos muy abiertos, sin <strong>de</strong>cir<br />
una palabra. El comprendió, cayó <strong>de</strong> rodillas—. ¿Estás herida, dime?<br />
¿Dón<strong>de</strong> estás herida? —Ella seguía sin <strong>de</strong>cir nada; se ahogaba; lo miraba<br />
con sus ojos agrandados, sacudida por cortos escalofríos. Entonces él le<br />
apartó las manos—. Es ahí, ¿no? Es ahí. Y rasgó su blusa, le <strong>de</strong>snudó el<br />
pecho. Buscó, no vio nada. Sus ojos se llenaban <strong>de</strong> lágrimas. Después,<br />
bajo el seno izquierdo, distinguió un agujerito rosa; una sola gota <strong>de</strong><br />
sangre manchaba la herida—. No será nada —balbucía—; voy a ir a<br />
buscar a Pascal, él te curará. Si pudieras levantarte… ¿No pue<strong>de</strong>s<br />
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