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tirse a las pasiones, al ser éstas producto necesario de las
cosas del mundo.
El M anual nos invita a un cambio completo de perspectiva.
Lo que nos produce temor o nos inquieta no son las
propias cosas, sino nosotros mismos, es decir, nuestros juicios.
Es, por tanto, en nosotros donde habrá de buscarse el
mal. Es en el hombre, es decir, en sus juicios, donde reside
lo temible, lo aterrador, lo entristecedor, la desdicha y, finalmente,
el mal, y no en el universo (27). La prueba de
que lo temible y lo aterrador no residen sino en nuestros
juicios subjetivos es que los hombres no consideran aterradoras
las mismas cosas. La muerte no le parece aterradora
a Sócrates. Este argumento se encuentra en los capítulos
16 y 26, donde se demuestra que los juicios de valor difieren
según se trate de nosotros mismos o de los demás.
Soy yo mismo el responsable de mi desdicha. Si me
siento desdichado es porque me equivoco sobre la naturaleza
del mal, sin darme cuenta de que éste sólo reside en
el mal moral. Así pues, debo concentrarme en mi mismo
y no en los demás. Con una formulación muy diferente a
la que veiamos en 1,3 («si crees que te pertenece lo que te
es ajeno [...] harás reproches tanto a los dioses como a los
hombres»), en este capítulo 5 aparece exactamente la misma
idea. Hay que discernir entre las cosas (que no dependen
de nosotros y nos son ajenas) y los juicios (que dependen
de nosotros y son propiamente nuestros) que nos
formamos sobre las cosas.
Acusar a los demás, acusarse a sí mismo y, finalmente,
no acusar a los demás ni a sí mismo son los signos que
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