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expusieran a coacción u obligación, ejercidas por ellos mismos
o por otros, esa parte que han extirpado de ellos para
entregárnosla a nosotros, ya no serían dioses». Y si la divinidad
no puede forzarnos a elegir una forma de vida,
tampoco el tirano puede (D., I, 18, 17): «“¡El tirano me
encadena!". ¿El qué? La pierna. “Pero me cortará...”. ¿El
qué? La cabeza. ¿Qué no te encadenará ni te cortará? Tu
elección de vida»62. Un interlocutor ficticio apunta cierta
objeción (D., I, 29, 9): «Así pues, filósofos, ¿lo que enseñáis
es el desprecio a los reyes?». O también (D., IV, 7,33):
«No somos ni carne, ni huesos, ni nervios, sino el principio
que los gobierna, el principio que rige las representaciones
[las imágenes interiores] y que toma conciencia.
“¡Pero tales principios llaman a despreciar las leyes!” [...].
¡Lo que ordena un loco no es ley!». Eso era precisamente
lo que emperadores como Nerón, Vespaciano o Domiciano
reprochaban a los estoicos, esa libertad interior que no
puede ser en absoluto sometida. Y de principio a fin de
las Disertaciones subyace el recuerdo de esos tiranos que
persiguieron a los estoicos, y de los que afortunadamente
se libró Roma tras el ascenso al poder de Nerva.
Pero no conviene olvidar que esta elección de vida
puede ser buena o mala (D., I, 29, 1): «La esencia del bien
es la elección de una vida (prohairesis) determinada de
otro modo, la esencia del mal es la elección de una vida
determinada de cierta manera». O también (D., II, 23,19):
“ Sobre el tema del tirano que no puede coaccionar nuestra libertad de elección, véase E,
I, 19; 1.29, 5; II, 6, 20; III, 22, 105; IV, 5, i 4; IV, 12, 7.
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