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el mal y en la desdicha porque no tienen conciencia de su
verdadero yo y se alienan por cosas que les son ajenas. La
libertad elige el bien cuando se conoce en calidad de libertad
—ya veremos en qué sentido—, y elige el mal cuando
se ignora en calidad de libertad.
¿Por qué el hecho de delimitar el yo y la libertad en relación
con las cosas del mundo le garantiza de inmediato,
a quien realiza este ejercicio, el bien moral? Pues porque
el acto de concentración sobre el yo constituye al mismo
tiempo un ejercicio por el cual se pasa del yo individual,
sin conciencia de lo que él mismo es, que se confunde con
el cuerpo y con las cosas del mundo, a un yo consciente de
su libertad y capaz de dejar atrás todo aquello que no es él.
Enfrentándose a todo eso que no es él, el yo se eleva hasta
el punto de vista de lo universal, se descubre como razón,
como logos, como participante de una coherencia que no
es sólo la admitida por el discurso común de los hombres,
sino que implica también la conformidad con el Cosmos.
Como parte del Todo comulga con el propio Todo. Es en
esta vasta perspectiva donde se sitúa todo lo que es, todo
lo que hace, todo lo que le sucede. Cuando Epicteto le dice
a un discípulo (D., II, 8, 11-12): «Eres un fragmento de la
divinidad, llevas en ti una parte de la divinidad», o bien:
«Llevas a la divinidad contigo a todas partes, desdichado, y
no lo sabes», quiere decir que ella es razón emanada de la
racionalidad del Universo. Esa parte de la divinidad es precisamente
la libertad de elegir la orientación moral de nuestra
vida, libertad que es en realidad lo mismo que nosotros.
Y esa libertad de elección es buena en la medida en
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