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Entre prójimos - Latin American Network Information Center

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74 KIMBERLY THEIDON<br />

yaku, café endu1zado hasta el punto de tener consistencia de jarabe. Adoraba a Dionisia.<br />

Era una narradora, se autoproclamaba "bocona y reclamona" y estaba muy dispuesta a dar<br />

su opinión, siempre con buen humor. Había sido un desafío llegar en medio de la<br />

violencia política, cuando la vida social era tensa y los chismes abundantes. Cuando yo<br />

era una recién llegada en el pueblo y causa de mucha preocupación y desconfianza,<br />

Dionisia fue una de las primeras mujeres en visitarme. Fue ella quien convenció a las<br />

otras mujeres de que el gran costal que yo llevaba cuando fui en busca de leña no servía<br />

para pasar de contrabando a sus niños en la profundidad de una noche sin luna.<br />

Ella había venido a llevarnos a su casa, para que nos echáramos bajo el sol y<br />

habláramos. "Hoy día quiero contarles de mi hijo", nos dijo. Mi asistente Madeleine y yo<br />

recogimos nuestras cosas y nos dirigimos hacia donde caía un rayo de sol, detrás de su<br />

cocina. Ella entró a su casa para coger algunas frazadas; las sacudió antes de ponerlas en<br />

el suelo. Dionisia comenzó a desenrollar su chumpi, la correa tejida que las mujeres usan<br />

para envolver las capas de faldas alrededor de su cintura. Abrí mi mochila y saqué la<br />

crema que iba a utilizar mientras hablara con Dionisia. Como con otras mujeres, cuando<br />

nuestras conversaciones tocaran la tristeza y la pérdida, le frotaría la crema, dirigiendo<br />

mis manos a la parte del cuerpo que le doliera al contar. Me preparé para frotar su<br />

espalda, como de costumbre, pero ella me detuvo: "No. Ahora quiero hablar de mi hijo<br />

quien fue asesinado". Se dio la vuelta y puso mis manos sobre su abdomen. ''Aquí es<br />

donde me duele".<br />

Comencé a frotarla suavemente, impresionada por el contraste entre sus piernas y<br />

espalda musculosas, y la carne suave de su barriga. Dionisia había dado a luz ocho veces,<br />

y había tenido que abortar en tres ocasiones. Su barriga suave parecía tan vulnerable<br />

debajo de mis manos. Nosotras habíamos hablado muchas veces, su espalda musculosa<br />

estirada bajo el calor del sol. Pero ese día fue diferente.<br />

Teodoro había sido su hijo preferido, llamado así por su papá, aquél que le traía<br />

mandarinas dulces de la selva cada vez que regresaba de trabajar en las plantaciones<br />

cocaleras. Sus ojos comenzaron a relucir y remeció su cabeza: "Mejor haber sido una<br />

piedra todos esos años, mejor de no haber sentido nunca". Teodoro había viajado una<br />

última vez a la selva, pero nunca regresó. Los senderistas lo mataron con un golpe<br />

aplastante en la cabeza. "Ellos mataron a la gente así, machucaron

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