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función de los asilos, los distintos ritos y ceremonias fúnebres, y las investigaciones
sobre el proceso de la muerte efectuadas por especialistas
como Elisabeth Kübler-Ross.
Por fin, parece que estamos dispuestos a reconocer el error fundamental
de nuestras ideas sobre la vida y la muerte. Comenzamos a entender
que la muerte es mucho más que la ausencia de vida; que
aquella, junto con la vida activa, es necesaria para formar un todo más
amplio y esencial. Este todo abarcador refleja la profunda continuidad
de la vida y la muerte que experimentamos como individuos y expresamos
como civilización. Nuestro desafío crucial es establecer una cultura
basada en comprender la relación entre la vida, la muerte y la
eternidad. En lugar de negar la muerte, debemos confrontarla y situarla
correctamente en el contexto más amplio de la vida.
El budismo habla de una naturaleza de Buda intrínseca que existe
en lo profundo de la realidad fenoménica. Esta naturaleza depende de
las condiciones fenoménicas y, a su vez, responde a ellas; además, se
expresa alternando estados manifiestos y estados de latencia. Todos
los fenómenos, inclusive la vida y la muerte, pueden ser vistos como
elementos del ciclo de aparición y latencia, o manifestación y
replegamiento.
Los ciclos de vida y muerte se asemejan a los períodos alternos de
sueño y de vigilia. Así como el sueño nos prepara para la actividad del
día siguiente, la muerte es el estado en que descansamos y nos
abastecemos para la nueva vida. Desde este punto de vida, la muerte
—al igual que la vida— debería ser valorada por los beneficios que
entraña.
El Sutra del loto, esencia del budismo Mahayana, señala que el
propósito de la existencia y del eterno ciclo de nacimiento y muerte es
estar “felices y en paz”. 2 Además, enseña que la fe y la práctica continuas
permiten experimentar una dicha profunda y duradera, no sólo