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de esa época no podían comprender este concepto, y por eso, como

medio preparatorio, Shakyamuni al principio expuso que los seres humanos

podían eludir el ciclo de nacimiento y muerte extinguiendo el

deseo y la vida.

El budismo refinó la noción de los seis senderos y explicó que estos

no constituían estados externos, sino condiciones internas del ser. Por

ejemplo, la “animalidad” representa a las bestias y al mundo animal;

pero, a la vez, también es el estado del ser humano que vive a merced

de sus deseos instintivos. En torno a esta idea de los seis senderos, el

maestro budista Nichiren —que vivió en el Japón en el siglo XIII y de

quien mucho hablaremos más adelante— escribió lo siguiente:

Cuando, de tanto en tanto, observamos la faz de una persona,

a veces la encontramos feliz; a veces, furiosa; en ocasiones,

serena. En ciertas circunstancias, el rostro humano expresa

codicia; en otras, necedad, y en otras, perversidad. La

furia corresponde al estado de infierno; la codicia, al de los espíritus

hambrientos; la estupidez, al de los animales; la perversidad,

al de los asuras; la alegría, al de los seres celestiales;

la calma, al de los seres humanos. 1

Mientras vivamos en los seis senderos, nos sentiremos constreñidos

o manejados, en gran medida, por las circunstancias cambiantes de

nuestro medio ambiente. No obstante, si aun en esta transmigración

por los seis estados inferiores podemos cultivar la sabiduría y la visión

necesarias para entender la verdadera naturaleza de nuestra vida,

manifestaremos el estado de Budeidad, la suprema joya que existe en

nuestro interior. Para ello, debemos hacer denodados esfuerzos espirituales

por acceder un estado de vida más elevado, que trascienda los

seis estados inferiores. El budismo identifica tres estados más, además

de los seis senderos y de la Budeidad: el estado de los que escuchan la

voz (o aprendizaje); el de los que toman conciencia de la causa (o comprensión

intuitiva), y el de los bodhisattvas.

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