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La séptima conciencia se caracteriza, también, por la capacidad de

distinguir entre el yo y los otros, y de establecer un límite o frontera

entre nosotros mismos y el resto de las cosas. Es la fuente de la cual

deriva el impulso de autopreservación. Por eso, costaría mucho funcionar

en el mundo real sin esta capacidad.

Con todo, en definitiva, este impulso o deseo crea sufrimiento. Podemos

dejarnos controlar profundamente por la función de la séptima

conciencia y por la idea del yo que ésta genera, otorgándole una “sustancia”

que en realidad el yo no posee. El apego a este yo deriva en

actitudes de arrogancia y de egocentrismo, pero también de inseguridad

y desprecio a uno mismo. Sin embargo, si abandonamos este yo tal

vez temamos negar nuestra existencia. Por eso nos aferramos al relato

de nuestra subjetividad y a la historia que nosotros mismos narramos

sobre quien somos; al mismo tiempo, buscamos ampliar ese relato,

enfatizando nuestras opiniones y creencias, nuestras afinidades y rechazos,

como si quisiéramos proteger el núcleo de nuestra identidad.

Así pues, perdemos de vista el yo superior o verdadero, que yace en un

nivel más profundo de la conciencia, e ignoramos nuestro genuino potencial.

Nuestro apego al yo de la séptima conciencia nos confina en

una diminuta jaula dentro de la inmensidad de la vida, y no deja aflorar

el manantial innato de nuestro humanismo.

Aunque parezca que la palabra “yo” se utiliza negativamente, y que

se relaciona con una conducta egoísta o egocéntrica, el budismo la emplea,

con la denotación antes mencionada, como sinónimo del “yo inferior”.

Como se dijo en capítulos anteriores, existe también un “yo superior”,

y éste es nuestra verdadera identidad, que yace dormida en lo

más hondo de la vida.

Toda la filosofía budista se centra en la idea de romper la cárcel del

yo inferior y revelar el yo superior, infinitamente más amplio y rico. El

concepto de las nueve conciencias se desarrolló para lograr dicho fin.

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