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Así pues, aunque el potencial benéfico de la séptima conciencia es
innegable, tampoco hay que olvidar su potencial de convertir el yo inferior
en una “jaula”.
La octava conciencia: El depósito del karma
Todas las experiencias de nuestra existencia actual y de nuestras vidas
anteriores se acumulan en la octava conciencia; ésta, para el
budismo, es el plano que experimenta el ciclo del nacimiento y la
muerte. Se la conoce, también, como conciencia alaya; esta última es
una voz sánscrita que significa “depósito” o “acervo”. Entonces, esta
conciencia recibe las causas generadas mediante el pensamiento, la
palabra y la acción, y las almacena como “semillas” kármicas o como la
energía potencial del karma. Ya que las semillas kármicas se encuentran
sólo en un nivel muy profundo de la vida, no son afectadas por el
mundo exterior. No obstante, hay una influencia recíproca entre las
semillas que yacen en lo profundo de la conciencia alaya y los niveles
superficiales de la conciencia, donde se llevan a cabo las tres clases de
acción —pensamiento, palabra y acto.
En el nivel más práctico, las semillas almacenadas en la conciencia
alaya influyen en el funcionamiento de las primeras siete conciencias.
El karma afecta cada aspecto de nuestra mente y de nuestro cuerpo.
Cada persona reconoce las circunstancias y responde a ellas de manera
singular y propia, de acuerdo con su personalidad. Ciertos atributos
físicos, además, como la forma del cuerpo, pueden reflejar el estilo de
vida, los hábitos alimentarios, la herencia biológica y el ambiente. El
estado espiritual refleja el estilo de vida, así como la experiencia y los
conocimientos. De tal forma, a través de la función de nuestro karma,
hemos arribado física y espiritualmente a nuestro estado de vida actual.
La retribución positiva o negativa del karma primariamente se expresa
en el estado de vida interior. Pero también se refleja, en forma
externa, en el ambiente social del individuo.