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y son reemplazadas. Nuestra mente también cambia, a tono con las diversas

emociones y pensamientos que se generan a cada instante. Y

además, en el fluir del tiempo, continuamente repetimos el ciclo de

muerte y renacimiento. Las circunstancias siempre cambiantes de

nuestro cuerpo y de nuestra mente son las funciones inherentes de

una realidad que, en esencia, es invariable. La visión budista del

mundo se extiende más allá de las descripciones limitadas del nacimiento

y la muerte. Apunta a una verdad eterna e invariable que se expresa

en todas las cosas, propias y ajenas, animadas e inanimadas,

tangibles e intangibles. Se manifiesta alternadamente como la fase activa

que llamamos “vida” y luego se repliega a la fase latente que denominamos

“muerte”.

Para esclarecer esta visión de la vida, el señor Toda a menudo citaba

el capítulo dieciséis del Sutra del loto:

Para salvar a los seres vivientes,

como medio hábil doy la impresión de entrar en el nirvana,

pero en realidad no paso a la extinción.

Siempre estoy aquí, predicando la Ley. 1

En otras palabras, la muerte del Buda, como expresión de su gran

amor compasivo, inspira a las personas a ir en busca de su propio estado

de Buda; y sin embargo, la realidad suprema a la cual se ha iluminado

el Buda —la Budeidad— es eterna e invariable.

Otro fragmento de este capítulo, que nos permite ver más allá de la

transitoriedad y sondear el plano de lo eterno, dice así: “El Que Así

Llega percibe el verdadero aspecto de los tres mundos exactamente

como es. No existen la pleamar y la bajamar del nacimiento y la

muerte. No hay existencia en este mundo y extinción posterior”. 2 El

“verdadero aspecto”, en sentido real, abarca tanto lo eterno como lo

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