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Es errado describir la transmigración como un circuito cerrado en
un solo lugar. Debemos pensar en ella como un ciclo abierto y tridimensional,
una espiral que puede dirigirse hacia arriba o hacia abajo.
A medida que la vida pasa por la reiteración eterna de nacimiento y
muerte, se expande en forma libre y dinámica, siempre cargada con el
potencial ilimitado de la autosuperación.
Los organismos vivos eternamente repiten esta secuencia de existencia
y muerte, pero ambas constituyen dos fases de la vida. Las causas
que hace una persona en esta existencia se manifestarán como
efectos en el futuro. Cuando uno aplica a su vida esta sencilla ley,
puede abordar sus actividades diarias con una actitud constructiva e
imbuida de esperanza, y reconocer el verdadero valor de la vida en
este mundo. El futuro no existe fuera del presente, ni permanecerá fijo
en un único plano. Qué y cómo seremos en las existencias futuras depende
de lo que hagamos ahora. Cada pensamiento y cada acción
desempeñan un papel en la configuración de nuestro futuro, tanto en
la vida como en la muerte. La ley de causalidad es válida para cada
forma de vida, pues impregna y modela el gran fluir eterno de la vida
cósmica.
¿Cuáles son, entonces, las consecuencias prácticas de esta filosofía?
¿Cómo afecta nuestra conducta y actitudes?
En primer lugar, nos brinda valor para enfrentar la vida y la muerte.
Nos permite ver esta última no como una incertidumbre angustiante,
sino como una fase normal de la existencia que se alterna con la vida
en un ciclo eterno.
En segundo término, nos enseña a atesorar la existencia que
poseemos aquí y ahora, y a vivirla de la manera más digna y valiosa
posible. Si, en nuestro fuero interno, creemos que la conducta actual
crea y determina las existencias futuras, nos empeñaremos en mejorar
como seres humanos y en emplear cada jornada productivamente.