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Tomo I

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PRESENTACIÓN<br />

La llamada de la tierra es un grito que no cesa. Y la soledad en que se hallan las gentes que<br />

habitan en las zonas rurales, en tantas regiones españolas y en tantas naciones del mundo, continúa<br />

hiriendo y humillando la hondura, tan callada y entrañable, del alma campesina. Por eso nos duele<br />

ver cómo desde las “alturas” gubernamentales y europeas alientan y estimulan de manera<br />

desproporcionada -ya sea directa o indirectamente- el abandono del campo: ese calor humano que<br />

lo despuebla y va dejando tras de sí un yermo frío y paralizante, o un secarral ardiente y desértico,<br />

en los que ya no cabe vida humana posible. La tierra queda infecunda, la erosión devora el suelo<br />

cultivable y a todo ello se añade el aterrador y deprimente espectáculo de un paisaje lunático y<br />

horrible, como sombrío y permanente panorama.<br />

Ayer habitaba en él, y en él soñaba, esa familia campesina –y en algunas zonas huertana-,<br />

honesta y laboriosa, de cuyos afanes brotaba el fruto que supieron expandir por las veredas del<br />

mundo. Hoy, en esta hora, muchos de los pocos que lo habitan, ¡todavía!, ya no sueñan, ni sonríen,<br />

ni levantan su mirada. Se han quedado hundidos, y hundidos siguen, como dijera el universal poeta<br />

murciano Vicente Medina: ¨¡Tengo una cansera!”. Y esta cansera del alma -ya que la del cuerpo<br />

importa menos- sólo puede sentirla y expresarla, con el grito de impotencia que le ahoga, ese latido<br />

desgarrado que nace en lo profundo de un labriego, cuando lucha sin descanso y no logra impedir<br />

que vaya muriendo, cada día y sin remedio, el campo solitario.<br />

Las raíces de mi hogar fueron labriegas. Mi familia trabajaba la tierra en el pueblo de<br />

Santomera, situado en la linde entre la fértil huerta murciana, regada por el río Segura, y el árido<br />

campo de secano. Y aquellas manos, dolidas por la endémica aspereza de un terruño tan seco -y por<br />

ende pobre-, fueron entregando en el surco la semilla para el cuaje del tallo y de la planta, ¡que<br />

tantas veces no fue posible! Las nubes “pasaban” sin dejarnos esa caricia fecunda, ¡que apenas<br />

recibimos! En ese ambiente me criaron y crecí. Pude ver y sufrir el desgarro de aquella emigración<br />

de los míos, que fue poblando de silencio nuestro campo solitario.<br />

Pero el dolor de tan largos años agudizó el ingenio, y esta tierra entrañable mejoró<br />

sobremanera. Ahora, su mancha verde nos alienta y encadena, gozosamente, a este lar y a su<br />

costado; aunque ya no son tantos quienes, en ella, se sienten plenamente suyos. El calor de sus vidas<br />

y costumbres, así como las voces sugerentes de otros lenguajes cercanos, van alejándose y<br />

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