Zorba el griego. Nik.. - Mxgo.net
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aparecieron los cab<strong>el</strong>los, brillantes, de negro azabache. Me lanzó una mirada lánguida y sonrió.<br />
Los ojos le r<strong>el</strong>ucían con suavidad f<strong>el</strong>ina. A prisa volvió a aco¬modarse la mantilla, cual si la<br />
avergonzara <strong>el</strong> haber dejado a la vista <strong>el</strong> más hondo secreto de la mujer, su cab<strong>el</strong>lera.<br />
Quise hablarle, augurarle f<strong>el</strong>iz año; pero sentía la garganta anudada, como <strong>el</strong> día en que se<br />
derrumbó la galería de la mina y había quedado expuesta mi vida a mortal p<strong>el</strong>igro. Las cañas d<strong>el</strong><br />
cerco de su huerta se agitaron, <strong>el</strong> sol invernal dio sobre los limones de oro y los naranjos de hojas<br />
oscuras. Todo <strong>el</strong> huerto resplandeció como un Paraíso.<br />
La viuda se detuvo, tendió <strong>el</strong> brazo, empujó con fuerza la puerta y la abrió. En ese momento<br />
pasaba yo por d<strong>el</strong>ante de <strong>el</strong>la. Se volvió, dejando caer en mí su mirada y alzando las cejas.<br />
Dejó la puerta abierta y vi cómo desaparecía, meneando las caderas, tras los naranjos. Pasar <strong>el</strong><br />
umbral, correr <strong>el</strong> ce¬rrojo de la puerta, precipitarse hacia <strong>el</strong>la, cogerla de la cin¬tura y sin vanas<br />
palabras llevarla en brazos hasta su lecho de viuda, es lo que se hubiera llamado obrar como<br />
hombre. Es lo que hubiera hecho mi abu<strong>el</strong>o, y lo que espero haga mi nieto. Pero yo me quedé ahí<br />
plantado, pensando y ca¬vilando...<br />
–¡En otra vida –murmuré con amarga sonrisa–, en otra vida me portaré de mejor manera!<br />
Me hundí en la verdura d<strong>el</strong> camino llevando un peso en <strong>el</strong> corazón, como si hubiera cometido un<br />
pecado mortal. Vagué de aquí para allá, hacía frío, tiritaba. Por mucho que me empeñaba en<br />
espantar d<strong>el</strong> recuerdo <strong>el</strong> cimbreo, la sonrisa, los ojos, <strong>el</strong> pecho de la viuda, volvían a él<br />
incesantemente y yo me sentía sofocado.<br />
Los árboles no lucían aún sus hojas, pero las yemas se hinchaban repletas de savia. En cada yema<br />
se presentía la presencia de retoños jóvenes, de flores, de futuros frutos, es-condidos,<br />
concentrados, prontos para lanzarse hacia la luz. Bajo las cortezas secas, sin ruido, a escondidas,<br />
día y noche se tramaba en pleno corazón d<strong>el</strong> invierno <strong>el</strong> gran milagro primaveral.<br />
De pronto surgió de mí una exclamación jubilosa. En una hondonada abrigada, un audaz almendro<br />
lucía <strong>el</strong> encanto de sus flores, a pesar d<strong>el</strong> rigor invernal, y abría <strong>el</strong> avance de los árboles en anuncio<br />
triunfal de primavera.<br />
Experimenté hondo alivio. Respiré profundamente <strong>el</strong> leve aroma a pimienta, me salí d<strong>el</strong> camino y<br />
fui a ponerme al amparo de las ramas florecidas. Ahí permanecí largo rato, sin pensar en nada, sin<br />
preocupación alguna, f<strong>el</strong>iz. Me hallaba sentado, en la eternidad, bajo uno de los árboles d<strong>el</strong><br />
Paraíso.<br />
–¿Qué viniste a hacer en este agujero, patrón? Hace horas que ando buscándote. Se acerca <strong>el</strong><br />
mediodía. ¡Vamos!<br />
–¿A dónde?<br />
–¿A dónde? ¿Y lo preguntas? ¡Pues a visitar al lechon¬cito, caray! ¿No sientes apetito? El lechón ya<br />
ha salido d<strong>el</strong> horno. ¡Qué olorcillo, viejo mío, se le hace a uno agua la boca! ¡Vamos!<br />
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