Zorba el griego. Nik.. - Mxgo.net
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–¡Matadla, muchachos, matadla!<br />
Dos mozos se echaron sobre <strong>el</strong>la, la agarraron y al hacerlo así se le desgarró la blusa negra y brilló<br />
a la luz <strong>el</strong> pecho, blanco como mármol. Corríale la sangre por la frente, por las mejillas, por <strong>el</strong><br />
cu<strong>el</strong>lo.<br />
–¡En nombre de Cristo! ¡En nombre de Cristo! –cla¬maba jadeante la viuda.<br />
La vista de la sangre, d<strong>el</strong> pecho r<strong>el</strong>uciente, excitó a los mozos. Los cuchillos saltaron de las<br />
cinturas.<br />
–¡Deteneos! –gritó Mavrandoni–. ¡Me pertenece!<br />
Mavrandoni, que permanecía de pie en <strong>el</strong> umbral de la iglesia, levantó la mano. Todos se<br />
detuvieron.<br />
–Manolakas –dijo con voz grave–, la sangre de tu primo está clamando. ¡Apacíguala!<br />
Yo me arrojé desde <strong>el</strong> cerco en que me había subido, me lancé hacia la iglesia; pero tropecé en<br />
una piedra y caí de bruces. En ese momento pasaba junto a mí Sifakas, que se inclinó, me tomó<br />
por la pi<strong>el</strong> de la espalda como a un gato y me dejó en pie.<br />
–¿Qué andas buscando por aquí, so currutaco? –me dijo–. ¡Vete!<br />
–¿No te compadeces de <strong>el</strong>la, Sifakas? –le dije–. ¡Ten compasión!<br />
El montañés rió embravecido:<br />
–¿Soy acaso alguna mujercita, para sentir compasión? ¡Yo soy hombre!<br />
Y de un brinco se halló en <strong>el</strong> atrio. Yo también llegué siguiéndole de cerca desalentado. Todos<br />
estaban ahora en torno de la viuda. Reinaba pesado silencio. Sólo se oía <strong>el</strong> jadear ahogado de la<br />
víctima.<br />
Manolakas se persignó, ad<strong>el</strong>antó un paso, alzó <strong>el</strong> cuchillo; las viejas, por sobre <strong>el</strong> cerco, chillaban<br />
contentas. Las mozas se cubrían <strong>el</strong> rostro con las pañoletas.<br />
Alzó la viuda la mirada, vio <strong>el</strong> cuchillo y bramó como una becerra. Cayó de hinojos junto al ciprés,<br />
hundiendo la cabeza entre los hombros. La cab<strong>el</strong>lera que le cubría la cara, se extendió en <strong>el</strong> su<strong>el</strong>o;<br />
la nuca brilló con blancura res¬plandeciente.<br />
–¡Invoco a la justicia de Dios! –exclamó <strong>el</strong> viejo Mav¬randoni, persignándose a su vez.<br />
Pero en ese preciso instante, una voz sonora retumbó detrás de nosotros:<br />
–¡Baja <strong>el</strong> cuchillo, asesino!<br />
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