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Zorba el griego. Nik.. - Mxgo.net

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–¡No despiertes todavía, muchacho, no despiertes! –me dijo quedamente con ternura muy<br />

maternal–. Hoy es día festivo, duérmete.<br />

–Bastante he dormido –dije incorporándome.<br />

–Te preparé un huevo batido –dijo sonriendo–; re¬conforta.<br />

Sin contestarle, corrí hacia la playa, me sumergí en <strong>el</strong> mar y me sequé tendido al sol. Pero todavía<br />

percibía cierto olor suave y persistente en las fosas nasales, en los labios, en la punta de los dedos.<br />

Olor a agua de azahar, o de aceite de laur<strong>el</strong>, con que se untan los cab<strong>el</strong>los las mujeres de Creta.<br />

Ayer estuvo <strong>el</strong>la cortando una brazada de ramas flore¬cidas de naranjo, para ofrendárs<strong>el</strong>as esta<br />

noche a Jesús, a la hora en que los labradores danzan bajo los álamos blancos de la plaza y está<br />

desierta la iglesia. El iconostasio de la cabecera de su cama cubierto de flores de limonero,<br />

mostraba entre las flores <strong>el</strong> rostro afligido de la Virgen de grandes ojos rasgados.<br />

<strong>Zorba</strong> se acercó para dejar junto a mí la taza con <strong>el</strong> huevo batido, dos naranjas y un bollo pascual.<br />

Servía sin ruido, dichoso como una madre cuyo hijo hubiera regresado de la guerra. Me dirigió una<br />

mirada acariciadora y se marchó.<br />

–Voy a plantar algunos postes –dijo.<br />

Yo masticaba tranquilamente al sol y experimentaba un bienestar físico como si nadara en <strong>el</strong> mar<br />

fresco y verde. No le permitía a mi alma que se apropiara de la alegría carnal y la amasara a su<br />

modo para convertirla en pensamiento. Dejaba que <strong>el</strong> cuerpo se sintiera jubiloso de la cabeza a los<br />

pies, como un animal satisfecho. A veces, sólo concedía al éxtasis que echara una mirada en torno<br />

de mí, dentro de mí, para contemplar <strong>el</strong> milagro d<strong>el</strong> mundo: ¿Qué ocurre?, decía para mí. ¿Cómo<br />

pudo ser que <strong>el</strong> mundo se adapte tan bien a nuestros pies, a nuestras manos, a nuestro vientre?<br />

Cerraba de nuevo los ojos y callaba.<br />

En cierto momento me levanté, entré en la cabaña, tomé <strong>el</strong> manuscrito d<strong>el</strong> «Buda» y lo abrí. Había<br />

llegado a las páginas finales. Buda, acostado a la sombra d<strong>el</strong> árbol flor, alzaba la mano y ordenaba<br />

a los cinco <strong>el</strong>ementos que lo integraban –tierra, agua, fuego, aire, espíritu– que se di¬solvieran al<br />

instante.<br />

Ya no tenía yo necesidad de aqu<strong>el</strong>la faz de mi propia angustia; la había sobrepasado; había<br />

cumplido mi servicio junto a Buda; alcé yo también la mano, pues, y le ordené a Buda que se<br />

disolviera en mí.<br />

A toda prisa, mediante <strong>el</strong> empleo de conjuros todopodero¬sos, las palabras, iba desmenuzando su<br />

cuerpo, su alma, su espíritu. Sin compasión, tracé las últimas palabras d<strong>el</strong> es¬crito, lancé <strong>el</strong> postrer<br />

grito de alivio, puse con lápiz mi nombre al pie. Aqu<strong>el</strong>lo estaba terminado.<br />

Busqué un bramante grueso y con él até fuertemente <strong>el</strong> manuscrito. Experimenté curiosa alegría,<br />

como si ligara de pies y manos a un enemigo temible, o lo sujetara cual hacen los salvajes con sus<br />

muertos queridos para evitar que se salgan de sus sepulcros y se conviertan en aparecidos.<br />

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