Zorba el griego. Nik.. - Mxgo.net
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–¿Tienes uno? ¿Cuál?<br />
–No puedo decírt<strong>el</strong>o, no comprenderías.<br />
–¡Eh, es porque no lo tienes! –dijo <strong>Zorba</strong> meneando la cabeza–. No creas que me chupo <strong>el</strong> dedo,<br />
patrón. Te engañó quien te lo dio a entender. Es cierto que soy tan igno¬rante como <strong>el</strong> tío<br />
Anagnosti, pero no tan tonto, ¡oh, no! De manera pues, que si yo no lo entiendo, ¿cómo supones<br />
que lo entienda él, pobre hombre, o la borrica de su mujer? ¿Ni todos los Anagnosti que haya en <strong>el</strong><br />
mundo? Lo que les mostrarías ¿son otras tinieblas? Entonces, déjales aquéllas a que están<br />
habituados. Hasta ahora lo han pasado bien, ¿no te parece? Viven y viven bien, tienen hijos y<br />
hasta nietos. Dios los cría sordos, ciegos, y <strong>el</strong>los exclaman: ¡Loado sea Dios! Entonces, déjalos y<br />
cierra <strong>el</strong> pico.<br />
Me callé. Pasábamos ante <strong>el</strong> huerto de la viuda, <strong>Zorba</strong> se detuvo un instante, suspiró, mas no dijo<br />
nada. Debía de haber llovido en algún lugar. Olor a tierra mojada, lleno de frescura, perfumaba <strong>el</strong><br />
aire. La luna nueva brillaba, tierna, amarillo-verdosa; <strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o rebosaba suavidad.<br />
Este hombre, pensé, no ha ido a ninguna escu<strong>el</strong>a y su ce¬rebro no se le ha dañado. Ha visto las<br />
más diversas cosas, la int<strong>el</strong>igencia se le ha despejado, <strong>el</strong> corazón se le ha ensan-chado, sin que<br />
perdiera la audacia original. Cualquier pro¬blema complicado, que para nosotros es insoluble, él lo<br />
resu<strong>el</strong>ve cortando <strong>el</strong> nudo, como su paisano Alejandro Mag¬no. No es fácil tumbarlo puesto que<br />
todo <strong>el</strong> cuerpo lo tiene apoyado en la tierra, de pies a cabeza. Los salvajes de África adoran a la<br />
serpiente porque toca con todo <strong>el</strong> cuerpo a la tierra y conoce de este modo los secretos d<strong>el</strong><br />
mundo: palpa a la madre nutricia, se confunde con <strong>el</strong>la, es una sola unidad con <strong>el</strong>la. Lo mismo<br />
ocurre con <strong>Zorba</strong>. En cambio, nosotros, la gente culta, no somos sino atolondradas avecillas d<strong>el</strong><br />
aire.<br />
Multiplicábanse las estr<strong>el</strong>las. Ariscas, desdeñosas, duras, desprovistas de toda compasión para con<br />
los hombres.<br />
Ya no hablábamos. Mirábamos ambos <strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o con espanto, veíamos encendidas nuevas estr<strong>el</strong>las<br />
en oriente, unas tras otras, y <strong>el</strong> incendio c<strong>el</strong>este se extendía con rapidez.<br />
Llegamos a la barraca. No sentía yo <strong>el</strong> menor deseo de comer y me senté en una de las rocas de la<br />
orilla. <strong>Zorba</strong> encendió <strong>el</strong> fuego, comió, pareció a punto de venirse a mi lado, pero desistió de tal<br />
intento y acostándose en su catre se quedó dormido.<br />
El mar estaba quieto. También inmóvil bajo <strong>el</strong> tiroteo es¬t<strong>el</strong>ar callaba la tierra. Ni un perro<br />
ladraba, ni un lamento de ave nocturna. Silencio total, solapado, p<strong>el</strong>igroso, cuya sustan¬cia eran<br />
miles de gritos, tan lejanos o tan ocultos en nuestro ser, que no se los oía. Sólo notaba <strong>el</strong> latir de la<br />
sangre en las sienes y en <strong>el</strong> cu<strong>el</strong>lo.<br />
«¡La m<strong>el</strong>ancolía d<strong>el</strong> tigre», pensé estremecido.<br />
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