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Zorba el griego. Nik.. - Mxgo.net

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III<br />

Las que otrora fueron casetas de baño, unidas unas a otras, formaban ahora <strong>el</strong> albergue de<br />

propiedad de doña Hortensia. La primera caseta era la tienda. Había allí confites, cigarri-llos,<br />

cacahuetes, mechas para lámpara, alfabetos, cirios y benjuí. Cuatro casetas más, en fila, servían de<br />

dormitorios. Detrás, en <strong>el</strong> patio, estaban la cocina, <strong>el</strong> lavadero, <strong>el</strong> gallinero y la conejera. En torno,<br />

plantados en la fina arena, grupos de cañas de Indias e higueras chumbas. Todo <strong>el</strong> conjunto olía a<br />

mar, a estiércol y a orines. Pero de tanto en tanto, cuando pasaba doña Hortensia, <strong>el</strong> aire variaba<br />

de olor, como si hubieran volcado ante vuestras narices la jofaina de un p<strong>el</strong>uquero.<br />

En cuanto estuvieron aprontadas las camas nos acostamos y dormimos de un tirón hasta la<br />

mañana. No recuerdo con qué soñé; pero al levantarme me hallaba tan liviano y bien dispuesto<br />

como recién salido de un baño en <strong>el</strong> mar.<br />

Era domingo; los obreros habían de venir al día siguiente de las aldeas cercanas para iniciar los<br />

trabajos en la mina. Quedábame, pues, sobrado tiempo para dar unas vu<strong>el</strong>tas y averiguar en qué<br />

riberas me había arrojado la suerte. Asoma¬ba apenas <strong>el</strong> alba cuando salí. Dejé atrás a los huertos,<br />

recorrí la orilla d<strong>el</strong> mar, trabando rápida r<strong>el</strong>ación con <strong>el</strong> agua, la tierra, <strong>el</strong> aire de la región,<br />

recogiendo plantas silvestres, de tal modo, que llevaba las palmas perfumadas con ajedrea, salvia<br />

y menta.<br />

Subíme a una altura y miré en torno. Un paisaje austero de granito y de caliza muy dura, con<br />

algarrobos oscuros, olivos argentados, higueras y viñas. En las hondonadas, al abrigo, huertos de<br />

naranjos, limoneros y nísperos; cerca de la orilla, las huertas. Al sur, <strong>el</strong> mar irritado aún, inmenso,<br />

cuyas aguas rugientes, viniendo de las costas africanas, se arrojaban contra Creta y la roían. Muy<br />

cerca, un islote bajo, arenoso, aparecía pintado de rosa virginal por los primeros rayos solares.<br />

Este paisaje cretense se asemejaba, pensé entonces, a la buena prosa: bien cinc<strong>el</strong>ada, sobria,<br />

exenta de superfluas riquezas, potente y contenida. Expresaba lo esencial con los más sencillos<br />

medios. No se chanceaba, negábase a todo arti¬ficio. Decía cuanto había de decir, con viril<br />

austeridad. Pero entre las líneas severas se advertían una sensibilidad y una ternura imprevistas;<br />

en las hondonadas, los limoneros y los naranjos embalsamaban <strong>el</strong> aire, y, más allá, d<strong>el</strong> infinito mar<br />

emanaba inagotable poesía.<br />

«Creta», murmuré, «Creta...», y latíame <strong>el</strong> corazón.<br />

Bajé de la colina y seguí por <strong>el</strong> borde d<strong>el</strong> agua. Unas mozas parteras aparecieron con sus pañoletas<br />

albas como nie¬ve, altas botas amarillas, sayas recogidas; íbanse a misa, al monasterio que se veía<br />

allá a la distancia, deslumbrante de blancura, a la orilla d<strong>el</strong> mar.<br />

Me detuve. En cuanto advirtieron mi presencia cesaron las risas. A la vista de un extranjero,<br />

nublóse huraña la expre¬sión de sus rostros. De los pies a la cabeza, <strong>el</strong> cuerpo adqui¬rió defensiva<br />

tensión y los dedos se contrajeron nerviosos en los corpiños cerrados. Alarmábas<strong>el</strong>es la sangre. En<br />

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