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Zorba el griego. Nik.. - Mxgo.net

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Las estr<strong>el</strong>las giraban en <strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o; las horas iban pasando, y cuando me levanté tenía grabada en mí,<br />

sin saber cómo, la doble tarea que me esperaba en aqu<strong>el</strong>las costas:<br />

Liberarme de Buda, apartar juntamente con las palabras todas mis preocupaciones metafísicas y<br />

dejar a salvo <strong>el</strong> alma de una vana angustia.<br />

Establecer, desde ese instante, contacto hondo y directo con los hombres.<br />

«Quizás», me decía, «me quede aún tiempo para hacerlo.»<br />

V<br />

«El tío Anagnosti, decano de la aldea, lo saluda y le pregunta si le sería grato molestarse en venir<br />

hasta su casa para la merienda. El capador ha de llegar hoy a la aldea para capar los cerdos; Kyra<br />

Marulia, la mujer d<strong>el</strong> decano, asará para usted las “partes”. De paso podrá usted f<strong>el</strong>icitar al nieto<br />

de Anagnosti, Minas, pues hoy es su día.»<br />

Es un gran placer <strong>el</strong> de entrar en una casa de campesinos cretenses. Todo lo que os rodea es<br />

patriarcal: la chimenea, la lámpara de aceite, las jarras alineadas contra la pared, una mesa,<br />

algunas sillas y, a la izquierda de la entrada, <strong>el</strong> cántaro de agua fresca. De las vigas cu<strong>el</strong>gan rosarios<br />

de membrillos, granadas, hierbas aromáticas: salvia, menta, pimientos...<br />

En <strong>el</strong> fondo, tres o cuatro p<strong>el</strong>daños de madera llevan a la alcoba, donde está <strong>el</strong> lecho montado<br />

sobre caballetes y los santos iconos con la lamparilla siempre encendida. La casa os impresiona<br />

como vacía y, sin embargo, hay en <strong>el</strong>la cuan¬to es indispensable: tan cierto es que <strong>el</strong> hombre<br />

verdadero necesita de muy pocas cosas.<br />

El día estaba espléndido, tibio <strong>el</strong> sol de otoño. Nos senta¬mos frente a la casa, en <strong>el</strong> huerto, bajo<br />

un olivo cargado de frutos. Por entre las hojas argentadas, a lo lejos, brillaba <strong>el</strong> mar, tranquilo,<br />

denso. Vaporosas nubes pasaban por sobre nosotros. Iban cubriendo a ratos <strong>el</strong> sol y<br />

descubriéndolo luego, de modo que la tierra, ya alegre, ya m<strong>el</strong>ancólica, pare¬cía como si respirara.<br />

Al fondo d<strong>el</strong> huertecillo, en un corto cercado, <strong>el</strong> cerdo sometido a reciente operación gritaba<br />

dolorido, ensordecién¬donos. Desde la chimenea nos llegaba <strong>el</strong> apetitoso olor de sus «partes» que<br />

se asaban en las brasas.<br />

Charlábamos de cosas eternas: de las mieses, de las viñas, de las lluvias. Nos veíamos forzados a<br />

hablar a voz en grito: <strong>el</strong> viejo notable era duro de oídos. Según su decir, tenía la oreja orgullosa. La<br />

vida d<strong>el</strong> anciano cretense había transcu¬rrido recta y tranquila, como crece un árbol en <strong>el</strong><br />

barranco abrigado de los vientos. Había nacido, había crecido, se había casado. Tuvo hijos y le fue<br />

concedido ver a los hijos de sus hijos. Algunos habían muerto, otros vivían, su descendencia<br />

quedaba asegurada.<br />

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