Zorba el griego. Nik.. - Mxgo.net
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Entré pensativo en <strong>el</strong> sendero de regreso. Admiraba a aqu<strong>el</strong>las gentes que sabían compe<strong>net</strong>rarse<br />
tan apretadamente, tan cálidamente con los padecimientos humanos: doña Hor¬tensia, <strong>Zorba</strong>, la<br />
viuda y <strong>el</strong> pálido Pavli que se había arrojado valientemente al mar para apagar su dolor. Y<br />
D<strong>el</strong>ikaterina que clamaba porque se degollara a la viuda como a una oveja y Mavrandoni que se<br />
negaba a las lágrimas y hasta a hablar d<strong>el</strong>ante de los demás. Sólo yo era impotente y razonable, no<br />
hervía en mí la sangre, no sabía amar ni odiar con intenso apasionamiento. Todavía deseaba<br />
arreglar las cosas cargán¬dolo todo, cobardemente, a cuenta d<strong>el</strong> destino.<br />
En la penumbra advertí que <strong>el</strong> tío Anagnosti estaba sen¬tado en una piedra. Apoyaba la barba en<br />
<strong>el</strong> largo bastón y miraba al mar. Lo llamé, no me oyó. Acerquéme. Cuando notó mi presencia,<br />
meneó la cabeza.<br />
–¡Pobre humanidad! –murmuró–. ¡Una juventud tron¬chada! Pero <strong>el</strong> desdichado no podía<br />
soportar su pena; se arrojó al agua y se ahogó. Ahora se ha salvado.<br />
–¿Salvado?<br />
–Salvado, hijo, sí. ¿Qué podía esperar de la vida? Si se casaba con la viuda, pronto se hubiera visto<br />
enredado en con¬tinuas riñas y caído, quizás, en la deshonra. Porque la des-vergonzada es como<br />
una yegüita, en cuanto ve a un hombre, r<strong>el</strong>incha. Y si no se casaba con <strong>el</strong>la, su vida se hubiera<br />
convertido en un tormento, pues nadie le quitaba de la ca¬beza que había perdido una inmensa<br />
dicha. Por d<strong>el</strong>ante, <strong>el</strong> abismo, <strong>el</strong> precipicio por detrás.<br />
–No digas eso, tío Anagnosti, desanimarías al más pin¬tado.<br />
–¡Vamos, no tengas miedo! Nadie nos oye. Y si oyeran, ¿quién lo creería? Mira, ¿hubo nunca<br />
alguien más afortuna¬do que yo? Tenía campos, viñedos, olivares y una casa de dos pisos; era<br />
hombre rico y notable de la aldea. Me tocó en suerte una mujer buena y dócil que no me dio más<br />
que hijos varones. Jamás la he visto con los ojos en alto para mirarme a la cara, y mis hijos se<br />
hicieron todos muy buenos padres de familia. No me quejo. Hasta nietos tuve. ¿Qué más podría<br />
desear? Eché raíces profundas. Pues, sin embargo, hijo mío, si hubiera de comenzar de nuevo, me<br />
ataría una piedra al cu<strong>el</strong>lo, como Pavli, y me arrojaría al mar. La vida es cru<strong>el</strong>, ciertamente, aun<br />
para los más afortunados es cru<strong>el</strong>, ¡mal¬dita sea!<br />
–¿Pero qué te falta, tío Anagnosti? ¿De qué te quejas?<br />
–¡Si te digo que no me falta nada! ¡Pero anda tú y escudriña <strong>el</strong> corazón d<strong>el</strong> hombre!<br />
Calló un momento, mirando al mar que comenzaba a oscurecerse.<br />
–¡Has hecho bien, Pavli! –gritó agitando <strong>el</strong> bastón–. Deja que las mujeres chillen; son mujeres, no<br />
tienen seso. Tú estás salvado; bien lo sabe tu padre, y por eso no dice nada.<br />
Echó una mirada circular al ci<strong>el</strong>o, a las montañas que se esfumaban poco a poco.<br />
–Está cayendo la noche –dijo–, volvámonos.<br />
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