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Zorba el griego. Nik.. - Mxgo.net

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eché a rodar por la arena. Sentía la necesidad de tocar con <strong>el</strong> cuerpo desnudo las piedras, <strong>el</strong> agua,<br />

<strong>el</strong> aire. La palabra «eternidad» que dijo la Superiora me exasperaba, la sentía sobre mí como <strong>el</strong><br />

lazo que captura en plena carrera a los potros indómitos, y daba saltos para librarme de él.<br />

Ansiaba tocar despojado de ropas, pecho contra pecho, a la tierra y al mar, ansiaba asegurarme de<br />

que esas cosas efímeras y bien amadas existían en la realidad.<br />

«¡Tú, tú sola», exclamé en mi fuero interno, «tú sola exis¬tes, oh, Tierra! Y yo soy tu hijo recién<br />

nacido; mamo a tus pechos y no quiero desprenderme de <strong>el</strong>los. No me concedes más que un<br />

minuto de vida, pero <strong>el</strong> minuto se convierte en pecho y yo mamo.»<br />

Corrió por mi cuerpo un escalofrío. Como si hubiera es¬tado a punto de precipitarme en <strong>el</strong> abismo<br />

de esa palabra antropófaga, «eternidad». Recordé con qué afán en otro tiempo –¿cuándo? ¡El año<br />

pasado, no más allá!– me he inclinado ardientemente hacia <strong>el</strong>la con los ojos cerrados y los brazos<br />

abiertos, deseando arrojarme en sus fauces.<br />

Cuando cursaba la primera clase de la escu<strong>el</strong>a comunal, teníamos una lectura en la segunda parte<br />

d<strong>el</strong> abecé que consistía en un cuento breve: un niñito se había caído en un pozo; allí se halló en<br />

una espléndida ciudad con jardines flo¬recidos, lagos de mi<strong>el</strong>, montañas de arroz con leche, e<br />

infi¬nidad de multicolores juguetes. A medida que avanzaba en <strong>el</strong> d<strong>el</strong>etreo, iba entrando más lejos<br />

en la ciudad magnífica. Ahora bien, una tarde, al regresar de la escu<strong>el</strong>a, entré co¬rriendo en mi<br />

casa, me dirigí sin vacilar hacia <strong>el</strong> brocal d<strong>el</strong> pozo que había en <strong>el</strong> patio, bajo <strong>el</strong> emparrado, y miré<br />

aluci¬nado la superficie lisa y negra d<strong>el</strong> agua. Pronto imaginé que tenía a la vista la ciudad<br />

maravillosa, con sus casas y sus calles, con niños y un parral cargado de racimos. No resistí a la<br />

tentación: incliné la cabeza, tendí hacia ad<strong>el</strong>ante los brazos haciendo fuerza con los pies en <strong>el</strong><br />

su<strong>el</strong>o para tomar im¬pulso y arrojarme en <strong>el</strong> pozo. Por suerte, mi madre me vio en ese momento;<br />

acudió corriendo y gritando, y llegó apenas a tiempo para asirme de la cintura...<br />

De niño, estuve a punto de caer en <strong>el</strong> pozo. Ya crecido, estuve a punto de caer en la palabra<br />

«eternidad», y también en no pocas palabras distintas: «amor», «esperanza», «pa-tria», «Dios».<br />

Salvada cada una de <strong>el</strong>las, pensaba haberme librado de un p<strong>el</strong>igro y haber dado un paso hacia<br />

ad<strong>el</strong>ante. No era así. Sólo cambiaba de palabra, y a eso lo llamaba yo liberación. Ahora, heme,<br />

desde hace dos años enteros, sus¬pendido en <strong>el</strong> brocal d<strong>el</strong> pozo «Buda».<br />

Mas cierto estoy ¡y gracias le sean dadas a <strong>Zorba</strong>!, de que «Buda» ha de ser <strong>el</strong> último pozo, la<br />

última palabra-precipi¬cio, de la que me veré a salvo muy pronto y para siempre. ¿Para siempre?<br />

Es lo que afirmamos en cada ocasión.<br />

Me levanté de un brinco. De pies a cabeza me sentía di¬choso. Me desnudé y me arrojé al mar.<br />

Alegres las olas jugueteaban; y yo con <strong>el</strong>las. Cuando, cansado al fin, salí d<strong>el</strong> agua, dejé que me<br />

secara <strong>el</strong> viento de la noche; luego me puse en marcha a saltos livianos llevando la impresión de<br />

que había <strong>el</strong>udido un tremendo p<strong>el</strong>igro y de que me hallaba prendido como nunca a los pechos de<br />

la Madre.<br />

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