Zorba el griego. Nik.. - Mxgo.net
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Inclinóse para echar leña al fuego y calló.<br />
Yo lo miraba y mi alegría era grande. Percibía que esos minutos, trascurridos en la desierta playa,<br />
desbordaban de riquezas, en su sencilla, en su profunda esencia humana. Y nuestras comidas de<br />
cada noche se asemejaban a los guisos que los marinos aderezan al desembarcar en alguna costa<br />
desierta, con pescados, ostras, cebollas y abundante pimien¬ta, más sabrosos que otro manjar<br />
alguno y sin par para alimento d<strong>el</strong> alma. Aquí, en un apartado lugar d<strong>el</strong> mundo, ambos éramos<br />
como náufragos.<br />
–Pasado mañana inauguramos <strong>el</strong> t<strong>el</strong>eférico –dijo Zor¬ba, siguiendo <strong>el</strong> hilo de sus pensamientos–.<br />
Ya no ando sobre la tierra, soy un ser aéreo, me sostienen poleas de los hombros.<br />
–¿Recuerdas, <strong>Zorba</strong>, <strong>el</strong> cebo que me echaste en <strong>el</strong> café de El Pireo? Me dijiste que sabías preparar<br />
sopas suculentas y es ése <strong>el</strong> plato que más me gusta. ¿Cómo lo adivinaste?<br />
<strong>Zorba</strong> meneó la cabeza con cierto desdén.<br />
–¡Qué sé yo, patrón! Se me ocurrió así... Te veía sen¬tado en un rincón d<strong>el</strong> café, muy tranquilo,<br />
reservado, leyen¬do un librito de cantos dorados, y no sé por qué, pero me dije que debían de<br />
gustarte las sopas. Se me ocurrió así, te digo ¡vaya uno a entenderlo!<br />
Calló prestando oído a algún rumor de afuera.<br />
–Calla –dijo–, alguien viene.<br />
Oyéronse pasos precipitados y <strong>el</strong> fatigoso respirar de al¬guien que corría. Y al instante se nos<br />
presentó, iluminado por los reflejos de la llama, un monje con <strong>el</strong> hábito hecho jirones, descubierta<br />
la cabeza, achicharradas las barbas y medio quemado <strong>el</strong> bigote. Exhalaba fuerte olor a petróleo.<br />
–¡Ea, bienvenido, padre Zaharia! –exclamó <strong>Zorba</strong>–. ¿Quién te ha puesto de tal manera?<br />
El monje se desplomó junto al fuego. Le temblaba la barba.<br />
<strong>Zorba</strong> se inclinó y le guiñó un ojo.<br />
–Sí –respondió <strong>el</strong> monje.<br />
–¡Bravo, monje! –exclamó–. Ahora sí que vas derecho al Paraíso, y con una lata de petróleo en la<br />
mano.<br />
–¡Amén! –murmuró <strong>el</strong> monje, persignándose.<br />
–¿Cómo fue eso? ¿Cuándo? ¡Cuéntanos!<br />
–Vi al arcáng<strong>el</strong> san Migu<strong>el</strong>, hermano Canavaro. Me or¬denó que lo hiciera. Escúchame: me hallaba<br />
en la cocina des¬vainando guisantes, solo, con la puerta cerrada, mientras los padres cantaban<br />
vísperas, en la mayor tranquilidad. Oía los cantos de los pájaros y me parecía que eran áng<strong>el</strong>es. Me<br />
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