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Zorba el griego. Nik.. - Mxgo.net

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<strong>Zorba</strong>, envu<strong>el</strong>to en una manta parda, miraba insaciable¬mente la isla de Creta. Su vista corríase de<br />

la montaña a la llanura, luego a lo largo de la ribera, explorándola como si todas aqu<strong>el</strong>las tierras y<br />

aqu<strong>el</strong>las aguas fueran para él fami¬liares y como si se regocijara de hollarlas nuevamente en<br />

pensamiento.<br />

Acercándome, le toqué la espalda.<br />

–¡Por cierto que no ha de ser la primera vez que llegas a Creta, <strong>Zorba</strong>! La contemplas como si<br />

miraras a una vieja amiga.<br />

<strong>Zorba</strong> bostezó como quien se aburre. Comprendí que no se hallaba en modo alguno dispuesto a<br />

entablar conversación.<br />

Sonreí.<br />

–¿Te fastidia hablar, <strong>Zorba</strong>?<br />

–No es que me fastidie, patrón –me respondió–, sino que no puedo hacerlo.<br />

–¿No puedes? ¿Por qué?<br />

No contestó enseguida. Volvió a pasear lentamente la mi¬rada a lo largo de la ribera. Había<br />

dormido en <strong>el</strong> puente y en sus cab<strong>el</strong>los grises y rizados brillaban gotas de rocío. Todas las arrugas<br />

hondas de sus mejillas quedaron ilumina¬das hasta <strong>el</strong> fondo por la luz d<strong>el</strong> sol naciente.<br />

Al fin, <strong>el</strong> grueso labio colgante, como <strong>el</strong> de un macho cabrío, se movió.<br />

–Por la mañana, me cuesta mucho abrir la boca. Mucho. Discúlpame.<br />

Calló y sus redondos oju<strong>el</strong>os dirigieron de nuevo la mirada hacia Creta.<br />

La campana llamó para <strong>el</strong> desayuno. Caras ajadas, de color amarillo verdoso, fueron emergiendo<br />

de los camarotes. Mu¬jeres con trenzas deshechas se arrastraban, vacilantes, de mesa en mesa.<br />

Olían a vómitos y a agua de colonia, y sus miradas eran turbias, asustadas, tontas.<br />

<strong>Zorba</strong>, sentado frente a mí, sorbía <strong>el</strong> café con voluptuosi¬dad por entero oriental. Untaba <strong>el</strong> pan<br />

con manteca y mi<strong>el</strong> y lo comía. El rostro, poco a poco, aclarándos<strong>el</strong>e, apaciguado, suavizado. Yo lo<br />

miraba a escondidas mientras iba saliendo lentamente de su vaina de sueño y mientras llameaban<br />

sus ojillos con mayor intensidad paulatina.<br />

Encendió un cigarrillo, aspiró d<strong>el</strong>eitado, y las fosas p<strong>el</strong>udas de la nariz arrojaron nubes de humo<br />

azul. Dobló la pierna derecha bajo <strong>el</strong> cuerpo, acomodándose a modo oriental. Aho¬ra se hallaba<br />

en condiciones para la charla.<br />

–¿Que si es ésta la primera vez que vengo a Creta? –comenzó... (Entornó los ojos y miró a lo lejos<br />

<strong>el</strong> monte Ida que se esfumaba a popa)–. No, no es la primera vez. En 1896, yo ya era hombre<br />

maduro. Tenía <strong>el</strong> bigote y los cab<strong>el</strong>los con <strong>el</strong> color verdadero, negros como ala de cuervo. Iría por<br />

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