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Zorba el griego. Nik.. - Mxgo.net

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Bajé corriendo por la montaña; tropezaba en montones de piedras y rodaba arrastrando en la<br />

caída cantidad de gui¬jarros. Me levantaba, sangrantes manos y piernas, desollado por todas<br />

partes.<br />

«¡Se muere, se muere!», decíame, y se me anudaba la garganta.<br />

El hombre, eterno miedoso, alzó en torno de su mísera existencia una fortaleza que supone<br />

inexpugnable; refúgiase en <strong>el</strong>la y trata de darle cierto orden y alguna seguridad. Un poco de dicha.<br />

Todo ha de seguir los caminos trillados, la sacrosanta rutina, obedecer a leyes sencillas y firmes. En<br />

ese claustro fortificado, al abrigo de las violentas incursiones d<strong>el</strong> misterio, se arrastran,<br />

todopoderosas, las pequeñas certezas de mil patas. Sólo existe un enemigo formidable, temido y<br />

odiado a muerte: la gran certidumbre. Ahora bien, precisa-mente esa gran certidumbre, tras<br />

asaltar las murallas, se arrojaba con incontenible ímpetu sobre mi alma.<br />

Cuando llegué a la playa, respiré un momento. «Todos esos mensajes», pensé, «nacen de nuestra<br />

propia intranqui¬lidad y durante <strong>el</strong> sueño toman las vestiduras d<strong>el</strong> símbolo. Pero nosotros mismos<br />

les damos vida; no vienen de afuera.» Y tal pensamiento apaciguóme un tanto. La razón<br />

restaura¬ba <strong>el</strong> orden en mi corazón, le cortaba las alas al extraño murciélago, lo tajaba, lo<br />

cercenaba, hasta dejarlo convertido en ratoncillo doméstico.<br />

Al entrar en la cabaña, sonreía ante mi ingenuidad; me avergonzaba de haber permitido que <strong>el</strong><br />

pánico me dominara de tal modo. Volví a caer en rutinaria realidad; sentía hambre, sed,<br />

escocíanme las desolladuras. Se me calmaba <strong>el</strong> corazón: <strong>el</strong> terrible enemigo que salvara las<br />

murallas exterio¬res se veía contenido en la segunda línea fortificada de mi alma.<br />

XXVI<br />

Aqu<strong>el</strong>lo había terminado, <strong>Zorba</strong> juntó herramientas, cable, vago<strong>net</strong>as, hierro viejo, maderos, y fue<br />

apilándolos en la playa, de donde los llevaría un caique poco después.<br />

–Todo eso es tuyo, <strong>Zorba</strong>; yo te lo doy. ¡Buena suerte!<br />

<strong>Zorba</strong> se llevó la mano al cu<strong>el</strong>lo, como para ahogar un sollozo.<br />

–¿Nos separamos? –murmuró–. ¿A dónde piensas irte, patrón?<br />

–Iré a países extranjeros, <strong>Zorba</strong>. Todavía le quedan muchos pap<strong>el</strong>uchos por roer a la cabra que<br />

alienta en mí.<br />

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